Opinión: “¡Que se vayan todos!”

 Opinión: “¡Que se vayan todos!”

El presidente catalán, Carles Puigdemont, tiene ya las dramáticas imágenes que necesitaba para reforzar su desafío independentista. ¿Cómo pudo llegarse a esta situación?, se pregunta Gemma Casadevall en este comentario.

El presidente catalán, Carles Puigdemont, tiene ya las imágenes que necesitaba para reforzar su desafío independentista. Ancianas arrancadas por la fuerza de colegios electorales; cargas policiales contra ciudadanos que no portaban armas e iban a cara descubierta; urnas arrebatadas con violencia de las manos de quienes defendían su «derecho a decidir”.

Desde el Gobierno del presidente español, Mariano Rajoy, se había insistido en que el referéndum había sido declarado ilegal por el Tribunal Supremo y que, por tanto, no iba a celebrarse. Contaba con el respaldo de sus principales aliados europeos, a través de sucesivos pronunciamientos a favor de respetar «la ley y el derecho”. Tal vez la fuerza de las imágenes procedentes de Cataluña haga que del respaldo cerrado se pase al horror, ante unas escenas difíciles de imaginar en una democracia europea.

Como era previsible, ambos bandos se echan la culpa mutuamente de la violencia desencadenada en esa jornada. El referéndum era ilegal, según la justicia española. El bloque independentista catalán decidió llevarlo adelante, pese a que obviamente no cumplía siquiera con estándares internacionales, tales como estar sustentado por un censo verificado ni tutelado por una autoridad electoral reconocida como tal. Se iba a votar bajo coacción –policial, jurídica y política–, en medio de una división ciudadana como no se recuerda en tiempos de paz en España.

A la incautación policial de millones de papeletas respondió el equipo de Puigdemont con creatividad, activismo desde las redes sociales y reinstauración de páginas web bloqueadas por orden de Madrid. Al despliegue en Cataluña de decenas de miles de efectivos de la Guardia Civil y la Policía Nacional, dispuestos a cumplir la orden de impedir la votación, se respondió con la ocupación nocturna de colegios, niños incluidos, para garantizar que abrirían sus puertas el domingo.

Así se llegó a la mañana del 1 de octubre. Empezaron las votaciones entre mensajes de WhatsApp de catalanes felicitándose por lo que iba a ser una «fiesta de la democracia”. Las primeras imágenes de las cargas policiales echaron abajo esa ilusión.

Y también destruyeron el derecho a inhibirse de una mayoría silenciosa que se había mantenido al margen del referéndum. Muchos lo veían como una confrontación entre dos nacionalismos, el español y el catalán, con los que no querían tener que ver. Otros muchos habrían querido un referéndum pactado y vinculante, del que surgiera un resultado y un mensaje claro. Ciudadanos que de pronto vieron en esa anciana arrancada de un colegio electoral a alguien que podía ser su madre o en ese muchacho pateado por la policía a un chico parecido a su sobrino. No eran encapuchados antisistema. Era gente que defendía su derecho a expresarse en un referéndum, aunque fuera ilegal, desordenado y no vinculante.

¿Cómo pudo llegarse a esta situación?, era la pregunta que se hacían muchos ciudadanos ante unas escenas impensables en una democracia, como sin duda es la española. No habrá resultados fiables. Menos aún se sabrá quién habría votado y en qué dirección, en un referéndum pactado. Pero ignorar el ímpetu del independentismo catalán es como pretender tapar el sol con un dedo.

El arte del buen político es encontrar un camino donde aparentemente sólo hay bloqueo. A Puigdemont y a Rajoy les une el hecho de que, hasta ahora, su posición contentó a su clientela. Sentirse legitimados por lo ocurrido este domingo sería precipitarse a otra catástrofe política. La siguiente gran movilización ciudadana, no sólo en Cataluña, podría ser la del «¡Que se vayan todos!”, de acuerdo al clamor surgido contra la clase dirigente en la Argentina de 2001.

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