Argentina llega al domingo en una cornisa: el “experimento libertario” agotó las excusas y el lunes puede amanecer con alfileres sosteniendo el tipo de cambio, la política y la paz social.
La escena es brutal por su simpleza. El dólar oficial corre al borde del corralito de la banda cambiaria, a “ocho pesos” del techo según reportó LPO: el mayorista en torno a $1.483 y el minorista por encima de $1.500. El mensaje del mercado es inequívoco: si no hay ancla creíble, habrá más presión y, eventualmente, intervención forzada. No es diagnóstico opositor; son pantallas y posturas de trading a horas de votar.
La paradoja roza lo tragicómico: un gobierno que hizo de la “no intervención” su bandera terminó entrando al ring para sostener el precio con ventas, encajes y guiños, desmintiendo su propio credo a la vista de todos. Lo explicó la prensa internacional: Milei ya interviene para contener la devaluación y llegar con aire a las urnas. La fe del dogma se rindió ante la aritmética de reservas y expectativas.
En paralelo, la geopolítica se metió en la urna. China se convirtió en el principal socio comercial de la Argentina, con un intercambio que desborda el cliché de la soja y pone a prueba la diplomacia del “o sos mío o estás contra mí”. El dato llega en el peor momento: Washington condiciona apoyos y hace cuentas electorales mientras Beijing se consolida como ventanilla decisiva para exportaciones y financiamiento. Resultado: la Casa Rosada intenta bailar dos ritmos a la vez en piso jabonoso.
Para colmo, en la semana previa al voto se explicitó lo que todos sospechaban: la ayuda de EE. UU. se comenta en clave comicial, con declaraciones desde la propia Casa Blanca que ataron respaldo al resultado del 26 de octubre. Pura gasolina en una sociedad históricamente alérgica a la tutela externa. Si el salvavidas suena a “premio por portarse bien”, el humor social tiende a castigarlo, no a validarlo.
De un lado de la encrucijada, el oficialismo promete “aguantar” el dólar dentro de la banda a fuerza de intervención discrecional y relatos de rescates inminentes. Del otro, una oposición fragmentada que no ofrece milagros pero plantea, al menos, terminar con el autoengaño: sin programa consistente de estabilización y un presupuesto que cierre con números reales, la banda es una libreta sanitaria sin vacunas. El mercado ya lo dijo mil veces y lo repetirá el lunes si no ve plan: sin ancla fiscal-monetaria y acumulación de reservas, toda tablita se muerde la cola.
El votante, más pragmático que cualquier panelista, lo sabe en su economía diaria. Las PyMEs hacen cuentas a dos dígitos de tasa real, los hogares patean plásticos al límite y los salarios corren atrás del IPC. Nadie quiere otro lunes negro; todos temen otro parche. Y la sensación crece: la estabilidad no se decreta ni con tweets ni con ultimátums diplomáticos.
La pregunta, entonces, no es “quién grita más fuerte” sino quién pone un plan verificable el 27 a primera hora: metas fiscales creíbles, cronograma de financiamiento no inflacionario, regla cambiaria coherente (con o sin banda, pero sin magia), prioridades de gasto políticamente sostenibles y un mapa institucional que no dependa de un WhatsApp de Wall Street o de Beijing.
Porque la elección de este domingo no es entre “más mercado” o “más Estado”, ni entre “Washington” o “China”. Es entre realidad o relato. Entre creer que con apretar un techo nominal se cura la fiebre, o asumir que hay que tratar la infección. El país está exhausto de promesas performativas y atajos ideológicos. Quiere reglas, horizontes y verdad.
El lunes, gane quien gane, habrá que abrir los libros y mirar a los ojos. Si la política insiste en patear el tablero con slogans y “bandas” que no contienen nada, la mecha puede encontrar fósforo. Y esta vez no habrá relato que apague el incendio.