Por Jorge A. Lindon // El reloj institucional de la Argentina está marcando una hora sin retorno. La República, tal como la conocimos desde 1853, entra en un nuevo capítulo, radical y sin anestesia. Esta vez, no hay conspiración, ni épica libertadora: hay aceptación masiva, resignación social y una transformación irreversible en marcha.
La arquitectura federal tambalea. Los gobernadores no entendieron nada. Siguen peleando en cámara lenta cuando el tablero fue digitalizado, centralizado y, para ellos, desactivado. Se acabó el sistema de intermediación política. La coparticipación federal será directa, sin escalas, sin peajes provinciales. Milei, con su violencia simbólica y su respaldo explícito de los Estados Unidos, está desmantelando el Estado intermediario. Y nadie —ni siquiera los caudillos del PJ ni los caciques radicales— puede frenar el rodillo histórico que avanza.
Lo que viene no es un giro táctico: es un nuevo régimen. Las provincias perderán su poder de fuego. Serán los municipios —ágiles, territoriales y conectados— quienes graviten en la escena nacional. Con o sin Milei, la gente quiere autonomía directa, soluciones concretas y fin de las burocracias feudales.
La recentralización del poder se disfraza de “libertad” pero es un hiperpresidencialismo sin escalas. El DNU fue solo un prólogo. La verdadera obra es una reingeniería institucional completa: un poder central fuerte, financiado directamente con impuestos unificados, que cortará el cordón umbilical con los gobernadores. Y ese movimiento no tiene retorno. Como en toda revolución, la legitimidad no la da la ley, sino el espanto y la urgencia.
Los programas sociales se funden. Las provincias no pueden pagar sueldos. El país se está licuando. Pero no para volver a la calma, sino para ser reconstruido con otra lógica. Milei no busca la paz, sino la supremacía funcional del Estado central. Y en esa lógica, todo gobernador que no se pliegue, será descartado.
El peronismo ya lo entendió. Sus intelectuales más lúcidos saben que no hay margen para romper las reglas. No habrá rebelión federal. Lo que se disputará en 2025 o 2027 será el formato del nuevo régimen, pero no su fondo. La maquinaria estatal tal como la conocimos —con sueldos garantizados, cargos vitalicios y distribución prebendaria— está siendo deshuesada con aplausos. No habrá vuelta atrás.
Y mientras los poderosos se adaptan, los débiles sufren. La transición será cruel. Habrá hambre, desempleo, angustia y ruptura del tejido social. Pero también se abrirán grietas para que brote algo nuevo. En esa grieta entrará la creatividad, la autogestión, el municipalismo como solución concreta y el renacer de una ciudadanía sin tutelas.
Se viene una nueva Argentina: sin gobernadores como señores feudales, sin Estados provinciales como castillos de papel. El pacto federal será reemplazado por contratos municipales. Los intendentes serán los nuevos protagonistas. La obra es inmensa. El dolor, también. Pero la historia ya giró el volante. Y quien no lo entienda, quedará en la banquina del poder, mirando pasar la caravana de un tiempo nuevo.