La Argentina está siendo desgarrada por una guerra política que no discute el futuro, sino que expone miserias presentes: de un lado, un presidente sin experiencia ni empatía que convierte la economía en un experimento de laboratorio; del otro, gobernadores parapetados en sus cajas provinciales, defendiendo con uñas y dientes un sistema de poder oxidado y decadente. Y en el medio, el pueblo, prisionero de una pulseada sin salida entre el dogmatismo libertario y el feudalismo criollo.
La inexperiencia de Javier Milei dejó de ser una anécdota de campaña para transformarse en un problema estructural. No hay amortiguadores, no hay pedagogía, no hay consensos. El ajuste avanza como una topadora ciega, arrasando a los más vulnerables sin red de contención alguna. No se construye una nueva Argentina sin preparar mínimamente el terreno: Milei no dialoga, no explica, no negocia. Cree que con gritos, Twitter y superávit se puede gobernar un país desangrado. Cree que el pueblo argentino es una curva de Excel.
Del otro lado del tablero, los gobernadores se agrupan como gremio. No discuten modelos de desarrollo, no ofrecen alternativas, no tienen un proyecto nacional. Solo exigen fondos, como si fueran accionistas de un Estado SA que les debe dividendos. Lo que defienden no son los intereses de sus pueblos, sino sus estructuras de poder: redes clientelares, intendentes obedientes, legislaturas adormecidas, elecciones perpetuas sin alternancia real. Son custodios de la decadencia.
La reciente reacción del Senado, que convirtió en ley el aumento a los jubilados con el voto de estos mismos gobernadores, no fue un gesto de redención. Fue un pase de factura, una señal de que nadie quiere inmolarse con el presidente. Es el síntoma de un sistema político donde todos se defienden, pero nadie gobierna.
Un plan sin política es solo un delirio contable
Milei cree que la economía es un juego de fórmulas matemáticas. Que los mercados lo aman por su pureza ideológica. Pero hasta en Wall Street ya comenzaron a preguntarse si hay alguien al volante. El reciente artículo de El Economista lo dice sin eufemismos: los bonos argentinos están cayendo, el riesgo país no baja y los inversores ya descuentan que el plan no es sostenible. No por falta de convicción, sino por falta de realismo. A este ajuste le falta política.
Ni un solo país logró estabilizar su economía sin amortiguadores sociales, sin una narrativa integradora, sin una arquitectura de alianzas. La épica del combate eterno contra “la casta” dejó a Milei sin herramientas. Sin votos propios en el Congreso, sin poder territorial, sin diálogo institucional, solo le queda la furia y la victimización.
Y eso, tarde o temprano, se paga.
La democracia no es una guerra perpetua
Cuando la democracia se reduce a una pelea entre bunkeristas —el presidente, blindado en su dogma, y los gobernadores, atrincherados en sus provincias— la sociedad queda a la intemperie. No hay horizonte. No hay guía. Solo hay fuego cruzado.
Milei y los gobernadores se creen protagonistas de una batalla épica, pero son actores secundarios en una tragedia colectiva. Porque mientras discuten partidas, vetos y vetos a los vetos, el país real sigue cayendo: el consumo se desploma, el desempleo crece, los jubilados hacen malabares con la miseria, y los chicos en el norte no almuerzan porque el Estado cerró el comedor.
No se trata de elegir entre Milei o los gobernadores. Se trata de que ambos están equivocados. Y de que, si nadie los frena, la Argentina se va a seguir vaciando de esperanzas.