Durante meses, mientras se desmantelaban salarios, se achicaban jubilaciones, se destruía la salud y se reprimía la protesta, la Confederación General del Trabajo (CGT) optó por la prudencia. Una prudencia que, en tiempos normales, puede ser estrategia. Pero en tiempos de demolición nacional, es complicidad.
Hoy, con miles de comercios cerrando, con créditos tomados para pagar aguinaldos, con familias comprando lo justo para el día y con la dignidad laboral pulverizada por una motosierra ideológica, la CGT empieza a dar señales de reacción. El próximo 7 de agosto, la convocatoria que unirá a los sindicatos con movimientos sociales y sectores eclesiásticos en San Cayetano, promete ser algo más que una procesión: puede ser el primer gran acto de repudio social contra un gobierno que ya ni disimula su desprecio por los trabajadores.
La pregunta es simple pero urgente: ¿será la CGT capaz de representar el grito del pueblo o volverá a refugiarse en las internas y las elecciones de cúpula? Porque mientras los dirigentes sindicales calculan su lugar en las listas de octubre y noviembre, la Argentina real ya está en llamas. El riesgo país se dispara, el dólar salta, los salarios se hunden, y los gobernadores que ayer eran aliados ahora tiemblan frente a un Estado nacional que ya no negocia, solo impone, veta y amenaza.
En el corazón del poder, el presidente Milei y su mesa chica—Caputo, Sturzenegger, Karina—saben que el único músculo que aún puede ponerle un freno es el del sindicalismo. Por eso lo persiguen, lo demonizan, le cierran canales como el de Azopardo y lo acusan de golpismo cada vez que alza la voz. El verdadero golpe, sin embargo, lo da el gobierno cada vez que congela una jubilación, cada vez que veta una ley de emergencia social, cada vez que destina más fondos a sostener la bicicleta financiera que a hospitales o escuelas.
Pero la CGT ya no tiene más margen para el cálculo. Si no lidera la defensa del pueblo, será arrollada por la historia. El 7 de agosto no puede ser una foto, ni una catarsis, ni una marcha más. Debe ser el inicio de un frente amplio, moral y combativo, que recupere la representación de los sectores empobrecidos, excluidos y burlados por este modelo extractivo de gerentes sin patria.
Porque si el sindicalismo no se convierte en actor político de esta crisis, será solo un archivo más en la larga lista de traiciones que permitieron el vaciamiento de la Argentina productiva. No alcanza con declarar la preocupación por el modelo laboral o el riesgo institucional. Hace falta actuar, movilizar, resistir. Y más aún, proponer un nuevo pacto social que enfrente esta pesadilla llamada “libertad” que en realidad es miseria planificada.
El 7 de agosto tiene que marcar el regreso de los trabajadores a la centralidad de la política argentina. No con nostalgias ni con slogans gastados, sino con una agenda concreta: recuperar el salario, frenar los despidos, garantizar alimentos, educación y salud, y juzgar a los responsables del saqueo.
Ya no hay tiempo para medias tintas. O la CGT se convierte en la columna vertebral del renacimiento argentino o terminará siendo testigo mudo del funeral de la república social.