¿Se puede gobernar insultando?

¿Se puede gobernar insultando?

La promesa de “bajar los decibeles” duró menos que un tuit. Y, sin embargo, el dato que emerge con más fuerza no está en la cuenta del Presidente, sino en la de la ciudadanía: hasta una mayoría de sus propios simpatizantes rechaza el estilo agresivo.

Los números son elocuentes. Entre quienes se declaran oficialistas, el 22,1% desaprueba completamente el modo de comunicar del Presidente y otro 14,9% lo desaprueba parcialmente: 37% de rechazo dentro de casa. Solo el 19,8% lo aprueba “completamente”, y un 32,9% lo hace “con reservas”. Esas reservas son políticas, pero también morales: la gente distingue entre firmeza y agravio.

Más: la propia base libertaria reconoce la persistencia del ataque. Un 25,6% admite que el Presidente frecuentemente usa miedo, amenazas o agresividad contra quienes piensan distinto; 17,8% dice que lo hace siempre. Y cuando se les pregunta si ese modo refuerza el autoritarismo, 18,6% responde que está muy de acuerdo y 34,9% algo de acuerdo. Traducido: incluso quienes aún lo bancan perciben que la violencia verbal no es “estilo”, sino deriva autoritaria.

Hay, además, una preferencia cultural clara: la mayoría prefiere líderes “críticos pero respetuosos”. Combativo y agresivo suma en paneles de TV; en la vida real resta gobernabilidad. El insulto puede cohesionar a ultras, pero ahuyenta a moderados, erosionando el puente indispensable entre gobierno y sociedad para cualquier reforma que aspire a durar más que un ciclo financiero.

Se dirá: “así ganó”. Pero los climas electorales no son contratos de cuatro años. Cuando la heladera aprieta, el grito pierde épica y gana costo: cierra puertas con gobernadores, desordena bloques legislativos, justifica la represión como “método” y bloquea la deliberación democrática. El resultado es previsible: menos consensos, más miedo, peor economía.

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La pregunta no es si el Presidente puede seguir insultando. Puede. La pregunta decisiva es si el país puede seguir siendo insultado. La mayoría —incluida una porción de sus propios votantes— ya respondió que no. Y en democracia, cuando la mayoría condena una práctica, ese veredicto debería ordenar el poder, no el timeline.

Un gobierno serio no se mide por cuántos adversarios humilla, sino por cuántas soluciones convoca.

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