Si algo quedó claro esta semana es que la Argentina ya no controla el timón. El propio secretario del Tesoro de EE.UU., Scott Bessent, blanqueó que su gobierno compró pesos argentinos e instrumentó un “swap” por US$20.000 millones con el Banco Central “para estabilizar los mercados” en un contexto de “aguda iliquidez”. Lo dijo, textual, y lo publicó la prensa: no es rumor ni grieta—es intervención directa sobre nuestra política cambiaria.
Bessent, además, marcó el encuadre geopolítico sin ruborizarse: EE.UU. no quiere “más Estados fallidos” en Sudamérica y prefiere un anclaje financiero bajo su órbita—“swap line, no estamos poniendo dinero”, insistió—que mantenga a raya a China y discipline la plaza local. Es decir, el Tesoro fija el perímetro y Argentina juega adentro de la cancha que dibuja Washington.
El problema no es sólo simbólico. Cuando otro país opera tu moneda y define el ritmo del dólar, condiciona precios relativos, valorizaciones de empresas, patrimonio público y los incentivos de inversión. En el cortísimo plazo puede calmar el tipo de cambio; en el mediano, abarata activos argentinos y encarece el desarrollo productivo si el “plan de estabilización” se apoya en atraso cambiario y tasas altas. Eso no es “Plan Marshall”; es tutela financiera con objetivos estratégicos ajenos.
La otra pata es el FMI. Kristalina Georgieva fue diáfana: el ajuste “dramático” sólo puede “tener éxito si se lleva a la gente consigo”. Y para ilustrar de qué magnitudes habla, recordó que en Europa del Este hubo “líderes valientes” que recortaron salarios y jubilaciones 40–50%… y fueron reelectos. No dijo que ése sea el menú aquí, pero esa es la vara con la que el Fondo mide “coraje” fiscal. ¿Está la sociedad argentina dispuesta a ese costo? La respuesta—económica y moral—es nuestra, no de Washington.
Aun si el “swap” y las compras de pesos logran una “paz cambiaria transitoria”, la cuenta llega igual: más condicionamientos, menos autonomía, riesgo de extranjerización barata de activos (energía, minería, agroindustria) y provinciales atrapadas entre recortes y caída de actividad. No hay “magia”: sin programa productivo propio, la estabilización de otros se vuelve nuestra recesión.
Por eso llamar “rescate” a lo que ocurre es exacto en sus efectos y eufemístico en su nombre: estabiliza para ellos (mercados y geopolítica) y patea hacia adelante el costo para nosotros (salarios, empleo, actividad). Poner la bandera ajena en la torre de control no resuelve problemas de productividad, infraestructura o crédito local; los cubre. Y cuando se destapa, la factura vuelve multiplicada.
Frente a esto, el peronismo—con sus matices y autocríticas—está reaccionando con un planteo que vuelve al ABC: soberanía económica para ordenar precios desde el trabajo y la producción, no desde la mesa de dinero. Salarios que le ganen a la inflación, inversión público-privada en infraestructura estratégica, financiamiento barato a pymes, agregación de valor en litio, agro y energía, y reglas que cuiden el mercado interno mientras se exporta más y mejor. No es nostalgia: es la única secuencia que hizo crecer Argentina sin tutores.
El 26 de octubre no se plebiscita un gobierno: se plebiscita si aceptamos ser un “Estado tutelado”. Si se naturaliza que el Tesoro de otro país compre o no compre nuestra moneda según su conveniencia. Si resignamos la potestad esencial de decidir cómo estabilizamos, para quién, y con qué proyecto productivo.
Soberanía hoy no es un eslogan: es poder ordenar la economía sin que el precio sea quebrar provincias, licuar salarios y rematar el patrimonio productivo. Ese camino ya lo probamos—y duele. El otro camino, el nuestro, requiere decisión política, un programa serio y un mandato social claro. Eso se vota ahora. Y ahí, la diferencia entre un país en pie y un país de rodillas no la decide ningún swap: la decide la gente.