La foto es elocuente: el anuncio sobre la “red de contención” para Argentina lo protagoniza el secretario del Tesoro estadounidense, no el ministro argentino. El mensaje implícito es aún más claro que el explícito: Washington no vino a “salvar” a la Argentina; vino a salvar la posición de sus inversores y a ordenar, a su manera, el tablero financiero local.
Lo técnico detrás del relato es sencillo: si el Tesoro compra pesos y empuja un repo o mecanismo similar para asegurar pagos de bonos, no está regalando nada; está canjeando riesgo por herramientas que le permiten doble rendimiento. Primero, arbitra tasas locales altísimas con pesos que se aprecian transitoriamente; luego, esas posiciones se reciclan en títulos argentinos con cupones siderales o en carry de corto plazo. Resultado: ellos cobran dos veces, vos ajustás dos veces.
La ausencia (o segundo plano) del ministro argentino en el anuncio no es un accidente de protocolo: es la metáfora de un país que renunció a narrar su propio programa. Cuando el garante del “plan” es un funcionario extranjero, la soberanía económica deja de ser una categoría ideológica para convertirse en un dato operativo: las prioridades se fijan afuera y se ejecutan adentro.
¿Mejora la macro? Puede haber paz cambiaria prestada—como toda anestesia, en dosis y con vencimiento. Pero ese orden momentáneo requiere condiciones: más disciplina fiscal inmediata, menos obra pública, tarifas sinceradas, salarios a la cola de los precios y provincias ajustando. Si el “estabilizador” se sostiene con tasa real positiva y dólar planchado, la recesión se profundiza y el rebote se aleja.
La narrativa oficial intenta venderlo como “confianza internacional” y “vuelta al crédito”. En rigor, es seguro de caución para acreedores: asegurar que los próximos vencimientos se paguen, que el tipo de cambio no explote antes de la próxima estación política y que el flujo de salida de capitales sea ordenado. El costo lo paga el mercado interno: consumo en baja, pymes en respirador, salarios licuados y desempleo latente.
El capítulo federal es crucial: con la recaudación erosionada por quitas impositivas mal calibradas y el gasto social a tope por caída de ingresos, las provincias quedan en la línea de fuego. El mando a distancia de la política cambiaria y de tasas convierte a los gobernadores en administradores del ajuste, sin herramientas contracíclicas ni crédito barato para capear la tormenta.
Y la política, ¿qué? Si la “estabilidad” depende de un cable a Washington, cada elección se vuelve un riesgo de contrato. No es casual que los mercados lean encuestas como si fueran balances y reaccionen a señales de continuidad o ruptura. Ese péndulo erosiona legitimidad y desgasta gobernabilidad: nadie invierte en ampliar capacidad si el precio clave lo decide un tercero y el poder político terceriza su programa.
Una salida distinta exige recuperar tres palabras proscritas del léxico del ajuste: secuenciación, producción y salarios. Secuenciar el ordenamiento macro para no destruir demanda; anclar expectativas con un esquema de exportaciones con valor agregado (minería + industria, agro + bioeconomía, energía + encadenamientos) y un acuerdo de ingresos que ponga el salario formal por delante de la inflación esperada. Con esa base, sí: negociar financiamiento a favor del crecimiento, no del desarme urgente de posiciones de afuera.
Mientras el Tesoro de EE.UU. sea el vocero y el BCRA, el convidado de piedra, la Argentina seguirá en piloto automático: un camino que aplana el dólar a costa de achatar el país. Orden no es lo mismo que tutela. Estabilidad no es sinónimo de colonia financiera. Y un puente a la normalidad no puede construirse con la economía real bajo el agua.