En Monterrico, el recuento dejó una certeza incómoda para un espacio que supo tener volumen: Nilson Ortega volvió a perder. No fue un tropiezo aislado ni un mal día; fue la sexta derrota consecutiva y, otra vez, en tercer lugar. La marca política que construyó durante décadas ya no logra interpelar a un electorado más exigente, cansado y con prioridades urgentes.
La jornada también exhibió la magnitud del derrape estratégico: el candidato a diputado nacional al que acompañó el orteguismo terminó cuarto a nivel provincial y quedó fuera de la pelea, un golpe directo a la narrativa de poder que intentó sostener el exintendente. Si la política es resultados, el balance es lapidario.
A esto se suma un costo institucional que no es menor. La salida del PJ –partido que lo cobijó y lo proyectó– abre la puerta a una expulsión definitiva de la estructura peronista, con derivaciones para quienes lo siguieron en la aventura de dividir. La fractura no solo debilitó al conjunto; dejó al orteguismo sin red, sin mesa y sin futuro inmediato.
En paralelo, el espacio carga con el desgaste que produjo la polémica designación de su hijo en la Justicia, un episodio que, más allá de lo legal, erosionó la confianza pública. En un clima social de hartazgo ante privilegios y acomodos, ese gesto fue leído como una mala señal ética y política.
A los 63 años, Ortega enfrenta el momento más áspero de su trayectoria. La épica del dirigente insistente ya no alcanza cuando las urnas devuelven la misma postal: derrota sobre derrota. El intento de mostrar músculo en redes y actos no logró tapar el agujero real: sin programa, sin renovación y sin autocrítica, la marca se vació.
El ocaso del orteguismo es también el cierre de un ciclo de política de ventanilla que perdió sensibilidad territorial. Mientras las comunidades reclaman soluciones concretas –empleo, seguridad, obras que funcionen–, el espacio quedó encerrado en lógicas de aparato y alianzas erráticas. La desconexión se paga en votos.
De cara a 2027, el tablero local se reconfigura sin el orteguismo como actor gravitante. El peronismo de Monterrico volverá a discutir su unidad sobre bases nuevas, y otras ofertas –más jóvenes, más programáticas– disputarán el liderazgo social. En ese mapa, la tercera vía personalista que propuso Ortega luce fuera de época.
El veredicto de las urnas es inequívoco: el orteguismo salió de la política por la puerta de atrás. Quedan las lecciones: la unidad no se improvisa, la ética pública importa y la renovación no se declama, se practica. Monterrico tomó nota.
EP
