La embajada manda, la Rosada obedece: Argentina bajo administración externa mientras el pueblo paga la crisis

La embajada manda, la Rosada obedece: Argentina bajo administración externa mientras el pueblo paga la crisis

Argentina ya no solo discute su modelo económico: discute quién manda. Mientras el Gobierno celebra cada guiño del Fondo Monetario Internacional y del Tesoro de los Estados Unidos, el dato duro es brutal: el país es hoy el principal deudor del FMI, con un programa de 30 meses firmado en 2022 por unos USD 44.000 millones (SDR 31.900 millones) y un saldo pendiente cercano a los USD 42.000 millones. En lenguaje llano: cada decisión clave de política económica debe pasar por la mesa chica que integran Washington y el organismo.

El corazón de ese acuerdo es un menú clásico de condicionalidades: recorte del déficit fiscal, acumulación de reservas, reducción de subsidios a tarifas y transporte, suba de tarifas y una política monetaria contractiva. El manual ortodoxo se aplica con rigurosidad quirúrgica sobre una economía ya golpeada por la recesión, la caída del salario real y una pobreza que supera holgadamente el 40%. El resultado es un cóctel explosivo: se “ordena” la macro en las planillas de Excel, mientras la vida cotidiana de millones se desordena al borde del abismo.

Nada de esto es neutro desde el punto de vista geopolítico. Estados Unidos es el principal accionista del FMI y tiene poder de veto de facto sobre los grandes programas. Sin el aval del Tesoro norteamericano, ningún desembolso se mueve. Por eso cada revisión del acuerdo se vive en Buenos Aires como un examen en la embajada: si el alumno es “obediente” en materia de ajuste, hay guiño y dólares; si no, hay demora, presión cambiaria y corrida financiera. La democracia vota, pero el FMI corrige.

La tutela externa quedó aún más expuesta con los movimientos más recientes. En 2025 el Tesoro de EE.UU. anunció una operación inédita: compra de pesos argentinos y un swap por USD 20.000 millones con el Banco Central para darle oxígeno al programa económico. No hubo grandes condicionalidades explícitas, pero el mensaje es claro: la supervivencia financiera del Gobierno depende de la voluntad política de Washington. Lo que se presenta como “rescate” se parece demasiado a un sistema de control remoto sobre la economía local.

Mientras tanto, las exigencias del Fondo se traducen en decisiones muy concretas: recortes de obra pública, licuación de jubilaciones y salarios, tope a la inversión social y un tipo de cambio que se corrige a golpe de devaluaciones periódicas. La narrativa oficial habla de “orden, disciplina y confianza de los mercados”; en la calle, los datos son otros: pymes cerradas, consumo desplomado, empleo informal en alza y un nuevo actor social que crece en silencio: el trabajador pobre con recibo de sueldo.

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El discurso de la “normalización” es funcional al relato externo. Para el FMI, Argentina es un caso testigo: si el ajuste extremo “funciona” aquí, se convierte en modelo exportable. Para Estados Unidos, sostener al gobierno de turno es una jugada estratégica en una región donde compite abiertamente con China por influencia, inversiones e infraestructura. Lo que para los laboratorios de Washington es un experimento macroeconómico, para la sociedad argentina es un experimento social de altísimo costo humano.

La paradoja es obscena: se habla de “recuperar la confianza de los inversores” mientras se erosiona la confianza de la ciudadanía en sus propias instituciones. Cuando las grandes decisiones se negocian en inglés y a puertas cerradas en Washington, el Congreso queda reducido a escribanía tardía y la discusión pública a mero decorado. La política local se resigna a administrar la escasez siguiendo los límites que marcan los acreedores.

El endeudamiento externo no es solo un problema de números; es un problema de poder. Cada dólar que se pidió en 2018 y se reprogramó en 2022 condiciona el margen de maniobra de los gobiernos presentes y futuros. Los pagos al Fondo compiten con el presupuesto de educación, salud, ciencia y obra pública. Y mientras la agenda pública debería estar discutiendo cómo agregamos valor, industrializamos el litio o impulsamos la transición energética, seguimos atrapados en la agenda corta del organismo: déficit, reservas y tasa de interés.

La pregunta de fondo es brutal, pero inevitable: ¿quién gobierna realmente la economía argentina? Si cada presupuesto, cada tarifazo, cada reforma previsional o laboral se discute primero con el staff del FMI y recién después con la sociedad, la soberanía económica se transforma en una consigna vacía. La sede del poder ya no es solo la Casa Rosada, sino también los pisos altos de los edificios del Fondo y del Tesoro en Washington.

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Salir de esta administración externa no es sencillo ni inmediato, pero tampoco imposible. Requiere un consenso político básico para auditar la deuda, revisar sus condiciones, exigir responsabilidades por los acuerdos dañinos y construir un programa de desarrollo propio que priorice producción, empleo y tecnología por encima de la especulación financiera. Sin un proyecto nacional que marque el rumbo, la inercia seguirá siendo obedecer órdenes externas y trasladar la factura al pueblo.

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