Argentina está viviendo un apagón productivo silencioso pero brutal. Mientras el gobierno vende “orden macroeconómico” en conferencias para CEOs, en los barrios industriales sobran galpones vacíos, máquinas apagadas y carteles de “SE VENDE” donde antes había vida, ruido y turnos rotativos. La desindustrialización ya no es una amenaza futura: es un proceso en tiempo real que está pulverizando pymes, destruyendo empleo formal y borrando de un plumazo décadas de construcción de capacidad productiva.
Los datos son contundentes, incluso en los informes que el propio gobierno intenta relativizar. La producción industrial acumuló caídas interanuales de dos dígitos en varios meses de 2024, con sectores como metalmecánica, textiles, calzado, muebles y línea blanca entre los más golpeados. A la vez, la utilización de la capacidad instalada en la industria se hundió, con plantas trabajando muy por debajo de sus niveles normales, lo que anticipa más cierre de líneas, más suspensiones y más despidos.
La apertura indiscriminada de importaciones terminó de rematar a un tejido productivo ya dañado. Bajo el discurso “pro mercado”, se habilitó una competencia desleal donde productos extranjeros —muchas veces subsidiados en origen— ingresan con ventajas imbatibles frente a empresas nacionales asfixiadas por tarifas, tasas, caída del consumo y falta de crédito. No es “libre competencia”: es tirar a la industria local a un ring con las manos atadas mientras se le suelta la jaula a las importaciones.
El mapa de cierres habla por sí solo. Parques industriales que hace unos años peleaban por ampliar naves hoy conviven con naves vacías. Cámaras sectoriales de calzado, textil, electrónica, autopartes y muebles vienen alertando por un récord de persianas bajas y retiros silenciosos: empresas que no declaran la defunción, simplemente dejan de producir porque ya no cierran los números. Cada fábrica que baja la persiana no es sólo un CUIT menos: es una cadena completa de proveedores, talleres, fleteros, comercios de barrio y servicios que se quedan sin actividad.
Al drama productivo se suma el drama laboral. El empleo industrial formal está en caída, con miles de despidos y suspensiones en todo el país. En los hechos, se está desarmando el corazón mejor pago y más calificado del mercado laboral argentino: el trabajador industrial que, con convenio, antigüedad y capacitación, sostenía hogares de clase media. El modelo que se impone es brutal: reemplazar empleo productivo calificado por changas precarias, repartos por aplicación y “cuentapropismo” de supervivencia.
El argumento oficial es que “la industria ineficiente tiene que desaparecer”. Pero detrás de esa frase, que suena técnica, se esconde una decisión política: renunciar a tener un país que fabrique y conformarse con un país que sólo exporta materias primas e importa valor agregado. En lugar de discutir cómo aumentar productividad con tecnología, crédito, innovación y encadenamientos, se elige el atajo fácil: abrir todo, que sobreviva el más fuerte… siempre que ese “más fuerte” esté afuera.
La contradicción es tan evidente que hasta organizaciones empresarias tradicionalmente alineadas con políticas de ajuste empiezan a encender alarmas. La Unión Industrial Argentina y cámaras sectoriales advirtieron por el impacto devastador de la recesión más la apertura sobre la producción y el empleo, y reclamaron una política industrial activa en lugar de un “sálvese quien pueda” que terminará dejando a la Argentina como un mercado de consumo sin fábricas propias.
El costo de esta desindustrialización express no es sólo económico, es geopolítico. Un país sin industria es un país sin autonomía tecnológica, sin músculo productivo y sin poder de negociación. Cuando renunciás a fabricar máquinas, insumos, bienes de capital y productos complejos, te volvés rehén del que sí los fabrica. La discusión ya no es ideológica, es de supervivencia estratégica: sin industria, la Argentina se convierte en un enorme depósito de materias primas y mano de obra barata, administrado desde planillas de Excel en el exterior.
Al final del día, la pregunta es simple y brutal: ¿queremos un país de galpones vacíos o un país de fábricas encendidas? Hoy, cada persiana metálica que baja por última vez es una respuesta dolorosa a esa pregunta. La desindustrialización no es una fatalidad, es el resultado de decisiones concretas: tarifas impagables, crédito inexistente, importaciones descontroladas, dólar inestable y un Estado que se retira de su rol de planificador y articulador. Frenar esta ola implica exactamente lo contrario: una estrategia productiva de largo plazo, protección inteligente, innovación, crédito productivo y un pacto social que entienda que sin industria no hay futuro posible.
