Argentina se vende al planeta como potencia del “oro blanco”, pero mientras los números del litio seducen a fondos de inversión y gobiernos, en la Puna jujeña hay algo mucho más básico que falta: agua. La postal es tan brutal como simple: camiones que entran y salen de los salares para alimentar el boom extractivo, y comunidades originarias que miran el cielo esperando una lluvia que ya no alcanza. El negocio verde nació con la marca registrada del viejo modelo: se llevan el recurso, dejan el riesgo y licuan derechos.
Jujuy es una de las puertas de entrada al llamado “Triángulo del Litio”, la región que comparten Argentina, Bolivia y Chile, con algunas de las mayores reservas del mundo. En salares de altura –como Olaroz, Cauchari y otros proyectos en carpeta– se concentra la nueva fiebre extractiva orientada a abastecer la transición energética global y la industria de baterías. Lo que no figura en los folletos de promoción es el costo hídrico y social que esa transición tiene para los pueblos que viven hace siglos en esos territorios.
El modelo de explotación dominante es conocido: se bombean salmueras desde el subsuelo a enormes piletas de evaporación. Allí, el agua se pierde en la atmósfera y quedan las sales de las que luego se extrae el litio, en un proceso intensivo en agua y superficie. En una de las zonas más áridas del país, donde cada vertiente es vida y cada ojo de agua define si un paraje sigue o no habitado, ese uso masivo del recurso es, como mínimo, una bomba de tiempo.
En las comunidades de la Puna el relato suena distinto al de los powerpoints corporativos. Criadores de llamas y ovejas que ven secarse vertientes, mujeres que deben caminar más para buscar agua, jóvenes que miran el gigantesco espejo turquesa de las piletas de evaporación mientras en sus casas se racionaliza cada gota. No hace falta ser experto para entender el desbalance: millones de dólares en contratos de exportación contra bidones y camiones cisterna que llegan –cuando llegan– como paliativo.
El discurso oficial habla de “progreso”, “puestos de trabajo” y “desarrollo sustentable”, pero evita una palabra clave: límites. ¿Cuánta agua se puede extraer sin comprometer los acuíferos? ¿Quién mide, quién controla, quién publica los datos? La respuesta, en el mejor de los casos, es difusa. En el peor, directamente opaca. Lo que sí está cristalino es el esquema de poder: provincias urgidas de dólares, empresas con espaldas financieras globales y comunidades que, otra vez, quedan al final de la fila.
A esto se suma otro punto ciego del modelo: la participación. Pueblos originarios y organizaciones sociales vienen denunciando la ausencia de consulta previa, libre e informada sobre los proyectos de litio en la región, a pesar de los estándares internacionales que la exigen. Lo que para los inversores son “salmuferas de alto potencial”, para las comunidades son territorios de vida, memoria y futuro. Cuando una decisión se toma sin integrar esas miradas, lo que se construye no es desarrollo: es conflicto.
La paradoja política es flagrante: mientras se habla de “soberanía energética” y “orgullo jujeño” por el litio, la soberanía hídrica de la Puna queda en segundo plano. ¿Quién define cuánta agua se usa, a qué precio, bajo qué condiciones y con qué compensaciones? ¿Cuánto de la renta del “oro blanco” vuelve en forma de infraestructura real para esas localidades –acueductos, sistemas de riego eficiente, salud, conectividad– y cuánto se queda en balances que cotizan a miles de kilómetros?
El riesgo estratégico es evidente: un modelo de extracción que no respeta límites ecológicos ni equidad social no solo es injusto, también es frágil. Basta que la crisis hídrica se profundice o que un conflicto social escale para que los proyectos queden bajo fuego cruzado de la opinión pública global. En tiempos de consumidores atentos a la huella ambiental y social, ¿qué pasa si el litio jujeño empieza a ser señalado como “litio sucio” por secar comunidades y ecosistemas?
Otra Argentina es posible: una que discuta de frente cuánta actividad es aceptable, con qué reglas, bajo qué monitoreo ciudadano, y que ponga como Indicadores Clave de Desempeño central –más allá de exportaciones y royalties– el derecho efectivo al agua de cada habitante de la Puna. Cualquier plan de “desarrollo” que deje sin agua a sus pueblos para recargar baterías ajenas es, en esencia, un plan de vaciamiento. Y eso ya no es futuro: es presente.
