El “acuerdo marco” anunciado entre Argentina y Estados Unidos llegó envuelto en foto protocolar, euforia oficial y cero detalles. Hoy, más que un hito histórico, se parece peligrosamente a un contrato en blanco firmado a favor de Washington: muchas concesiones concretas de nuestro lado, beneficios difusos del otro y una enorme incógnita sobre cuánto pierde el país en términos de empleo, industria y soberanía.
Lo poco que se conoce ya alcanza para encender todas las alarmas. El economista Martín Redrado, con larga experiencia en comercio internacional, advirtió que el pacto es “prometedor en inversiones, pero muy desbalanceado en lo comercial”: de 16 puntos, en 12 cede Argentina. ¿Qué cede? Bajada de aranceles a productos químicos, farmacéuticos y automotrices estadounidenses que compiten directamente con nuestra producción nacional. ¿Qué recibe a cambio? Básicamente una ampliación de la cuota de carne, al mismo tiempo que Trump decidió bajar unilateralmente los aranceles agrícolas para todos los países, no solo para Argentina. Es decir: lo que se presenta como “gran triunfo exportador” es, en realidad, una ventaja que EE.UU. está otorgando de manera generalizada para bajar sus propios precios internos.
Estados Unidos tiene un problema de inflación en alimentos y busca importaciones baratas para contener el malestar social. Abrir su mercado a la carne, el café o las bananas latinoamericanas le sirve para bajar el ticket del supermercado en Nueva York, Chicago o Miami; mientras tanto, Argentina abre su frontera a productos industriales norteamericanos de mucho mayor valor agregado. El resultado es un clásico intercambio desigual: nosotros ponemos materia prima y alimentos; ellos colocan manufacturas y tecnología. Un déjà vu de manual.
Más grave aún es la continuidad de la política de castigo sobre sectores estratégicos nacionales. Hoy el acero y el aluminio argentinos pagan aranceles de hasta el 50% para entrar al mercado estadounidense, bajo el argumento de la “seguridad nacional” de EE.UU. Redrado fue muy claro: no se sabe si estos aranceles se van a levantar o no. Si se mantienen, el cuadro es brutal: Argentina baja barreras para que entren autos, fármacos y químicos made in USA, pero sus industrias metalúrgica y siderúrgica seguirán enfrentando un muro casi infranqueable cuando intenten exportar.
Detrás del discurso del “libre comercio” aparece, además, un componente geopolítico que el Gobierno omite: Washington busca asegurarse posiciones de control sobre minerales críticos (litio, cobre, tierras raras) y nodos logísticos clave frente a la expansión china. La propia diplomacia estadounidense, a través de la DFC (Corporación Financiera para el Desarrollo), viene ofreciendo financiamiento para infraestructura “estratégica” en la región con un objetivo explícito: disputar influencia a Beijing. El riesgo es que Argentina termine atada a cláusulas que condicionen sus decisiones sobre 5G, hidrovía, puertos o energía a la aprobación política de la Casa Blanca.
El Gobierno vende este entendimiento como la puerta a “105.000 millones de dólares en inversiones”. Pero hasta ahora no hay contratos firmados, cronogramas ni proyectos concretos; solo intenciones y powerpoints. Redrado lo sintetizó con brutal sencillez: las inversiones son “prometedoras si se implementan bien”, y en Argentina la regla histórica es que entre el anuncio rimbombante y la fábrica funcionando hay un abismo. En cambio, las rebajas arancelarias y las ventajas regulatorias que se le otorgan a las empresas norteamericanas sí son nítidas, medibles y casi inmediatas.
También hay un problema institucional de fondo: la opacidad. El Ejecutivo habla de “acuerdo histórico” pero se niega a publicar la letra chica, remitiendo todo a futuras reglamentaciones y etapas. Para colmo, se reserva al propio Trump la potestad de “formalizar” el pacto más adelante, en función de su humor político y sus necesidades electorales. Es decir, Argentina se sube a un tren cuyo maquinista puede frenar, acelerar o cambiar de vía cuando le convenga, mientras la economía local queda condicionada por decisiones tomadas en Washington.
En este contexto, la pregunta que debería guiar el debate público es simple y brutal: ¿quién gana más con este acuerdo? Los datos disponibles muestran un claro ganador: Estados Unidos, que consigue abaratar su canasta básica, coloca su producción industrial, asegura acceso privilegiado a recursos estratégicos y amplía su influencia geopolítica sobre el Atlántico Sur y la provisión de minerales críticos. Argentina, en cambio, arriesga empleo industrial, renuncia a instrumentos de política comercial y se compromete a una agenda de reformas funcionales a intereses externos.
La narrativa oficial insiste en que “esta vez sí” las inversiones traerán empleo de calidad y transferencia tecnológica. Pero la experiencia regional demuestra lo contrario: sin cláusulas firmes de contenido local, desarrollo de proveedores y valor agregado en origen, la mayoría de los proyectos extractivos se limitan a sacar recursos y dejar poco más que pasivos ambientales y exenciones impositivas. En nombre de la “integración al mundo”, el país corre el riesgo de convertirse en una estación de servicio de bajo costo para la potencia de turno.
El Congreso, las cámaras empresarias y los sindicatos tienen la obligación política y moral de exigir transparencia total, estudios de impacto sectorial y una discusión abierta sobre costos y beneficios reales. Firmar acuerdos comerciales y financieros de largo plazo sin debate democrático es repetir los errores que llevaron a la crisis de la deuda externa y a décadas de tutela del FMI. El pueblo argentino ya conoce el precio de esos experimentos: recesión, desindustrialización y pérdida de autonomía para decidir su propio destino.
Si el acuerdo con Estados Unidos consolida un esquema donde “ellos venden Teslas y nosotros vendemos carne”, no estamos ante una estrategia de desarrollo, sino ante una nueva versión, más sofisticada, de la vieja dependencia. Y en ese tablero, la pregunta final es inevitable: ¿el Gobierno está negociando en nombre de la Argentina… o está aceptando, sin chistar, el libreto que le dictan desde Washington?
