Marcos Lavagna, el caricaturista de la estadística: maquilló la recesión y dejó al INDEC al borde del papelón histórico

Marcos Lavagna, el caricaturista de la estadística: maquilló la recesión y dejó al INDEC al borde del papelón histórico

Cuando un instituto de estadística se vuelve “creativo”, la confianza se termina. Eso es exactamente lo que hoy rodea a Marcos Lavagna: el jefe del INDEC admitió que modificó hacia arriba datos ya publicados de la serie del EMAE –el termómetro mensual de la actividad económica– justo en el tramo que marcaba recesión técnica. No es un detalle técnico: es cambiar el termómetro para decir que la fiebre “no es tan alta”.

Las consultoras privadas venían marcando lo mismo desde hace meses: caída de la industria, del comercio, del empleo formal, desplome del crédito y consumo en picada. Los bancos internacionales ya usan la palabra prohibida –recesión– en sus reportes a clientes, ajustan su exposición a la Argentina y encarecen o directamente cortan el financiamiento. Pero puertas adentro, el INDEC decidió dibujar la curva para que el derrumbe se vea “menos feo”.

Lavagna intentó justificar la maniobra como una “revisión metodológica”. El problema no es solo lo que hizo, sino cuándo lo hizo: después de que el propio organismo ya había publicado la serie, y justo en el punto exacto en el que la economía ingresaba en recesión técnica (dos trimestres seguidos de caída). No es corrección; es cirugía estética sobre un dato incómodo. Y cuando los números se acomodan más a las necesidades políticas que a la realidad, lo que se rompe no es una planilla: es la credibilidad del Estado.

La gravedad institucional es enorme. Sin estadísticas confiables no hay forma seria de negociar con organismos internacionales, ni de atraer inversiones, ni de debatir políticas públicas. Un país que maquilla la recesión en su propio INDEC se comporta como una economía de tercera, donde la verdad económica se decide en una oficina y no en la calle, las fábricas o los comercios que cierran todos los días.

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Para peor, no es un episodio aislado. Marcos Lavagna todavía le debe a la sociedad argentina algo mucho más básico: los resultados completos del Censo 2022, un operativo carísimo, plagado de errores, que nunca terminó de transparentarse. Fracaso en el censo, ahora manipulación de series oficiales: el saldo es un funcionario con ineficiencia probada que sigue ocupando un cargo sensible como si nada hubiera pasado.

Mientras tanto, la realidad desmiente el “relato estadístico”. Las provincias recaudan menos, los municipios suben tasas para sobrevivir, las empresas frenan inversiones y los bancos globales ya escriben negro sobre blanco lo que el INDEC intenta disimular: Argentina está en recesión. La única que no se enteró –o finge no enterarse– es la propia conducción del organismo de estadísticas.

No se trata de un debate académico. Cuando se falsean o manipulan índices, los que pierden son siempre los mismos: los jubilados atados a fórmulas de movilidad, los trabajadores que negocian paritarias mirando números adulterados, las pymes que no pueden proyectar porque el Estado les ofrece una economía de cartón. Sin datos reales, no hay diagnóstico; sin diagnóstico, no hay salida posible.

La permanencia de Lavagna al frente del INDEC se vuelve así un símbolo del problema de fondo: una dirigencia que prefiere acomodar el espejo antes que reconocer las arrugas del modelo. La Argentina no entra en recesión porque lo diga un banco español o una consultora; entra en recesión porque se destruye producción, empleo y crédito. Negar eso con un retoque en la serie del EMAE es, además de inmoral, inútil: el ajuste lo siente todos los días el pueblo argentino en la góndola y en el bolsillo.

Si el Gobierno quiere ser tomado en serio por el mundo y por su propia sociedad, el primer paso es obvio: estadísticas intocables, independencia real del INDEC y fin de la era del “dibujante” Marcos Lavagna. Hasta que eso no ocurra, seguiremos siendo vistos como lo que esta maniobra sugiere: un país bananero que miente sus números y después se indigna porque nadie le cree.

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