Lo que se vio ayer en la Federación de Basquet no fue una reunión de trabajo: fue una puesta en escena de poder. Gerardo Morales convocó a todo el gabinete, a intendentes y a la estructura política de la provincia para “ratificar el rumbo” y dar una clase magistral sobre cómo, según él, se transformó Jujuy en los últimos diez años. En primera fila, el gobernador Carlos Sadir; detrás, la misma dirigencia que acaba de sufrir una dura derrota electoral.
El mensaje central fue tan transparente como inquietante: no habrá giro de timón, no habrá revisión profunda del modelo, no habrá verdadera autocrítica. Morales pidió a sus funcionarios “humildad” y “escuchar a la gente”, pero el gesto político fue exactamente el contrario: blindar el rumbo y recordarle a todo el oficialismo quién sigue manejando el tablero real.
Un relanzamiento que nació muerto
Hasta hace horas se hablaba de cambio de gabinete, de relanzamiento de gestión, de una nueva etapa. Sin embargo, la gran reunión terminó siendo un acto de ratificación del “moralesismo” como línea única. El propio exgobernador repasó obra por obra, ley por ley, crédito por crédito, como si siguiera en ejercicio del cargo y no como un dirigente que ya cerró su mandato.
En los hechos, lo que quedó sepultado es la posibilidad de que Sadir construya un proyecto propio. Si cada decisión estratégica se organiza alrededor del relato de los “10 años de transformación”, cualquier renovación queda atrapada en el libreto escrito en 2015. Un gobernador que debía mostrar autoridad frente a la crisis aparece, una vez más, condicionado por quien lo ungió candidato.
La factura de la “década de cambios”
El problema de fondo no es solo simbólico, es material. Tras una década de endeudamiento agresivo, cada jujeño carga –según estimaciones de economistas locales y opositores– con una pesada mochila financiera por el solo hecho de nacer en territorio provincial. La infraestructura prometida no se tradujo en una mejora proporcional de la calidad de vida: salarios por detrás de la inflación, servicios colapsados, pymes asfixiadas y un interior que sigue dependiendo de las transferencias discrecionales.
Mientras se exhiben parques solares, zonas francas y titulares rimbombantes, en los barrios la conversación es otra: alquileres imposibles, tarifas que suben, empleo informal y jóvenes que solo ven futuro si se van de Jujuy. Esa brecha entre el PowerPoint oficial y la realidad cotidiana es la que explotó en las urnas y la que el acto de ayer no hizo más que agrandar.

Humildad para la foto, soberbia para gobernar
Cuando un liderazgo pide “humildad” pero al mismo tiempo niega cualquier responsabilidad por la derrota, no está escuchando; está disciplinando. La señal que recibió el gabinete fue clara: los problemas son de comunicación, no de modelo; el error fue no explicar mejor, no revisar decisiones.
También quedaron desdibujados los intendentes, llamados a aplaudir un esquema que los obliga a gestionar con menos recursos, más obligaciones y una ciudadanía cada vez más crítica. Se les pide alineamiento, pero no se los invita a discutir la matriz económica ni el reparto de la carga del ajuste.
La sociedad ya tomó nota
El oficialismo parece convencido de que puede prolongar este esquema otros dos años, confiando en el peso del aparato y en la fragmentación opositora. Sin embargo, el humor social va por otro carril. La idea de “más de lo mismo” en un contexto de caída del poder adquisitivo y desconfianza institucional es, en política, una invitación al castigo en la próxima elección.
Jujuy no necesita más actos de autocelebración ni presentaciones de “logros” en modo campaña permanente. Necesita un gobierno que asuma el costo político de revisar el endeudamiento, redefinir prioridades y abrir el juego a nuevas voces. Y, sobre todo, requiere un gobernador que gobierne, no un mandatario atado al control remoto de su antecesor.
Si algo dejó claro la última elección es que el ciclo político iniciado en 2015 entró en fase de agotamiento. Insistir en la misma fórmula, con los mismos protagonistas y el mismo relato, no es defender el futuro de Jujuy: es empujar a la provincia a un nuevo choque con la realidad. Y esta vez, el electorado difícilmente tenga paciencia para otra década de promesas incumplidas.
