La fotografía económica de la Argentina de hoy es brutal y sencilla a la vez: el poder real sobre la macroeconomía está en el Fondo Monetario Internacional y en los grandes fondos de inversión, no en la Casa Rosada.
Desde el primer acuerdo stand-by de 2018 y su posterior reconversión en un programa de Facilidades Extendidas en 2022, la economía argentina quedó atada a un calendario de metas trimestrales, revisiones técnicas y condicionalidades que condicionan cualquier política local. Lejos de romper con esa lógica, el actual gobierno profundizó la dependencia: la nueva negociación con el FMI y la promesa de un paquete de unos 20 mil millones de dólares para “estabilizar” la economía consolidan al organismo como verdadero ministro de Economía de la Argentina.
En paralelo, Estados Unidos reordenó su juego geopolítico en el Cono Sur. La presión para desplazar a China como socio financiero clave se tradujo en swaps, líneas de liquidez y guiños explícitos de la Casa Blanca, con banqueros como Scott Bessent moviendo fichas y apostando fuerte a la estabilización de corto plazo de Milei. La jugada fue brillante para los mercados: compraron pesos baratos, cobraron tasas extraordinarias y hoy se reposicionan sobre un país obligado a pagar. Pero para la Argentina real la película es otra: más deuda, más condicionalidad y menos margen de decisión soberana.
Detrás de la retórica del “fin del cepo” y de la “flotación cambiaria”, lo que emerge es un esquema clásico de manual FMI:
- Devaluación inicial fuerte,
- crawling peg indexado a la inflación para “dar previsibilidad”,
- y acumulación de reservas aun a costa de profundizar la recesión.
Cuando el Banco Central ajusta el dólar al ritmo de los precios y lo llama “flotación”, no está innovando: está aplicando el mismo mecanismo que usaron gobiernos anteriores, incluidos los kirchneristas en sus etapas de atraso cambiario seguido de salto y mini-devaluaciones controladas. Cuando el oficialismo habla de “remonetizar la economía”, lo que hace en la práctica es emitir pesos para sostener la deuda en pesos y el tipo de cambio, mientras jura en cadena nacional que la maquinita está apagada.
El resultado ya se siente en la calle: los salarios reales siguieron corriendo detrás de los precios, y aunque la inflación anual bajó desde los picos de 2024, la combinación de tarifazos, devaluación y ajuste fiscal dejó a millones de personas por debajo de la línea de pobreza. El “milagro” es estadístico: se aplaude la desaceleración de la inflación sin mirar que el consumo masivo se derrumba y que en el NOA la pobreza estructural se vuelve destino más que coyuntura.
En este contexto, la frase de Milei sobre que “Argentina estaba muriendo” se vuelve un búmeran. Sí, el país estaba —y está— en terapia intensiva. Pero el tratamiento elegido es el mismo de siempre: anestesia al pueblo, respirador prestado del FMI y honorarios en dólares para los cirujanos de Wall Street. La supuesta revolución libertaria terminó en un programa clásico de ajuste ortodoxo donde el único cambio es el envoltorio ideológico.
Caputo, presentado como el “Messi de las finanzas”, quedó reducido a operador local de decisiones que se toman en Washington. Las metas de déficit, los pisos de reservas, la velocidad del crawling peg y los recortes en obra pública, subsidios y transferencias a provincias no surgen de un plan argentino de desarrollo, sino de planillas de Excel diseñadas para garantizar que el FMI cobre primero y que los fondos no pierdan ni un dólar.
El drama se profundiza cuando miramos el horizonte de vencimientos: en los próximos 18 meses Argentina enfrenta pagos por unos 57.000 millones de dólares entre organismos, bonos y privados. Eso significa que el Presupuesto 2026 estará escrito con tinta del FMI: más recorte de obra pública, más caída de la inversión en ciencia, educación y salud, menos fondos discrecionales a las provincias y, en los hechos, la clausura de cualquier agenda de reactivación productiva seria. La consigna es brutal: primero se paga la deuda, después —si queda algo— se discute desarrollo.
En el NOA esto se traduce en un futuro inmediato de rutas inconclusas, parques industriales vacíos, sistemas de riego postergados y jóvenes que siguen viendo la migración como única salida. La reprimarización se consolida: soja, litio, cobre y nada más. Sin crédito, sin política industrial y sin un Estado capaz de coordinar inversiones de largo plazo, la ventana de oportunidad de la transición energética nos encuentra otra vez como colonia proveedora de recursos baratos.
El oficialismo vende esta estrategia como “sinceramiento” y “valentía”. Pero no hay nada heroico en aceptar sin debate que el Fondo Monetario tenga poder de veto sobre cada decisión económica relevante. Tampoco hay novedad en cargar el ajuste sobre los jubilados, los trabajadores formales y la economía informal, mientras se protege a los grandes exportadores con beneficios impositivos y se les garantiza un tipo de cambio competitivo.
La oposición, por su parte, llega tarde y mal. Fragmentada, sin narrativa alternativa creíble y con sus principales figuras demasiado comprometidas con el endeudamiento anterior, no logra capitalizar el evidente fracaso de la promesa libertaria. El resultado es un vacío peligroso: la sociedad percibe que el gobierno la sigue castigando, pero no ve en el horizonte una fuerza política capaz de ofrecer otra salida que no sea más endeudamiento y más ajuste.
La verdadera tragedia argentina no es solo económica; es política. Tenemos un Ejecutivo devaluado, un Congreso que convalida acuerdos que no discute a fondo y una oposición sin proyecto. En ese contexto, el FMI opera cómodo: ningún actor local tiene la fuerza o la voluntad de plantear seriamente una estrategia de negociación distinta que priorice crecimiento, exportaciones con valor agregado y un programa industrial para el interior profundo.
Mientras tanto, el día a día de la mayoría es brutal: 6 de cada 10 argentinos están endeudados con bancos, tarjetas o créditos de consumo; la refinanciación permanente se convirtió en modo de vida y el “voto cuota” —el miedo a no poder pagar la próxima tarjeta— sigue condicionando el comportamiento político de millones. No se vota por esperanza, se vota por pánico.
La pregunta de fondo es si vamos a resignarnos a ser un laboratorio de políticas dictadas desde afuera o si tendremos la capacidad —política, técnica y moral— de construir un proyecto propio. Un proyecto que entienda que sin crecimiento, sin industria y sin ciencia no hay salida; y que sin autonomía relativa frente al sistema financiero internacional, la democracia se reduce a administrar la miseria bajo supervisión extranjera.
Hoy el “rey” está desnudo: el discurso libertario se desmoronó frente a la realidad de un Estado tutelado por el FMI. Lo que falta, y urge, es que la dirigencia política en su conjunto deje de mirar para otro lado y empiece a discutir, de cara a la sociedad, cómo se sale de este régimen de colonia financiera. Porque si no lo hacemos nosotros, nadie lo va a hacer por nosotros.
