Perico al cadalso: cuando la “casta” somos nosotros

Perico al cadalso: cuando la “casta” somos nosotros

En Perico hay una escena repetida que ya ni sorprende: la dirigencia pública tropieza, se enreda, se encierra en su propia burocracia… y la sociedad mira desde la vereda de enfrente, como si no tuviera nada que ver. Pero la verdad —dura, incómoda, necesaria— es otra: si la política es un espejo, lo que refleja también es nuestro.

No alcanza con señalar a los de arriba. No alcanza con gritar “casta” como si fuera una palabra mágica que exime responsabilidades. La política local —con sus apellidos resistentes, sus colaboradores obedientes, sus circuitos opacos, su “gris” institucional y esa costumbre de que todo sea difícil, lento y poco transparente— no cayó del cielo. Se alimenta de hábitos sociales, de permisos cotidianos, de la tolerancia a lo injustificable. La dirigencia no es un monstruo externo: es una síntesis. Y cuando la síntesis se pudre, el problema no es sólo de arriba: es sistémico.

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No hay dudas, vivimos en una fatiga moral silenciosa: nos agotamos de indignarnos. El enojo se vuelve rutina, el reclamo se vuelve comentario, y el comentario se vuelve resignación. Entonces la ciudad se degrada sin escándalo: se degrada con normalidad. Y esa normalidad es el mejor aliado de los vicios: la burocracia como excusa, el trámite como castigo, el “no se puede” como ideología.

Acusamos además otro síntoma: el colapso de la sensibilidad colectiva. Cuando se rompe el lazo social, cada uno se defiende solo, y la comunidad queda sin músculo para imaginar futuro. Perico hoy parece moverse así: con reflejos, no con proyectos; con parches, no con paradigmas; con discursos de innovación que son puro maquillaje. Hablar de innovación no es innovar. Innovar no es poner un compendio en un folleto. Innovar es cambiar el modo de resolver: pasar de “procesos interminables” a soluciones al ritmo de la realidad, soluciones que hoy, sí, muchas veces están a un chasquido tecnológico —siempre que haya decisión, ética y profesionalismo.

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Y acá está el punto que nadie quiere decir en voz alta: la brecha tecnológica ya armó un abismo entre funcionarios, dirigentes y sociedad. Y mientras ese abismo crece, los problemas básicos se vuelven estructurales: el comercio golpeado, la industria sin horizonte, roles públicos degradados, empleos sin misión, instituciones que repiten formas antiguas para desafíos modernos. ¿Qué produce eso? Imprevisibilidad. ¿Qué mata? Esperanza. ¿Qué dispara? Migración mental: la gente sigue viviendo acá, pero ya no cree acá.

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En ese contexto, hablar de justicia social como consigna sin ingeniería de resultados es casi una crueldad. Justicia social hoy implica ingresos dignos, sí; pero también educación siglo XXI, protección ambiental real, salud entendida como paz emocional y una ciudad que funcione sin humillar a su gente. Y para eso hay que bajar el precio de la política: sacarla del pedestal, arrancarla del ego, devolverla a su definición más austera: administrar lo común con eficacia, transparencia y humanidad.

La pregunta central no es “¿por qué son así?”. La pregunta es: ¿por qué los dejamos ser así… y por qué, cuando nos toca un rol institucional, terminamos pareciéndonos? Porque existe una entelequia peligrosa: el cargo como hechizo. Hay personas correctas en la vida privada que, al entrar a una institución, se vuelven parte de la maquinaria de soberbia, de ineficiencia, de complicidad silenciosa. No es destino: es cultura. Y la cultura se cambia con un acto que no es de marketing, sino de madurez.

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Educar es un acto de amor. Y amor no es romanticismo: amor es responsabilidad. Es decir la verdad sin destruir al otro. Es exigir sin humillar. Es formar ciudadanía, no clientela. Es aprender a participar sin pedir permiso. Es reconstruir el sentido común como herramienta de gobierno: que los recursos tengan trazabilidad, que las decisiones tengan explicación, que los cargos tengan resultados, que el vecino tenga derecho a entender.

La refundación de Perico no empieza con un “cambio generacional” que tal vez llegue tarde. Empieza con un cambio de conducta ahora:

  • Con vecinos que dejen de naturalizar lo injustificable.
  • Con instituciones que rompan la lógica de apellidos eternos y obediencias automáticas.
  • Con dirigentes que entiendan que el poder no es privilegio: es servicio medible.
  • Con una agenda de ciudad que deje de ser relato y pase a ser tablero: metas, plazos, indicadores, rendición pública.
  • Con tecnología aplicada para simplificar, transparentar y acelerar —no para hacer propaganda.

Perico está cayendo en muchos sentidos, sí. Pero también es cierto algo que la desesperanza intenta ocultarnos: hay decenas de salidas. No las encontramos no por falta de recursos, sino por una falta inadmisible de humildad: esa incapacidad de admitir que el modelo que practicamos nos está llevando al desgaste, a la corrupción brutal, al sinsentido.

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Por eso, esta editorial no quiere sumar odio. Quiere bajar el precio de la política y subir el precio de la ciudadanía. Quiere decir, con la firmeza que exige este tiempo: no hay salvación si seguimos esperando que otros cambien por nosotros. Si la dirigencia va al cadalso moral, que vaya con nosotros al lado, no por culpa, sino por verdad: porque el espejo somos todos.

Que en 2026 haya paz.
Paz como decisión, no como deseo.
Paz como orden moral para construir, discutir, innovar y producir sin aplastar al otro.
Paz como madurez colectiva: soltar prácticas nocivas que destruyen la naturaleza humana, matan la esperanza y nos condenan injustamente.

Felices fiestas.
Prof. Jorge Lindon

¿Desde que asumió Javier Milei, ¿tu situación económica personal?

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