Hay contradicciones que son humanas. Y hay contradicciones que son un expediente. Esta es de las segundas.
Durante años, Milei vendió una verdad de una sola pieza: si emitís, inflacionás. Punto. Lo convirtió en religión, en latiguillo, en herramienta de demolición política. Con ese dogma arrasó discursos, adversarios y matices. Pero ahora, cuando la economía se queda sin pulso y la caja aprieta, aparece el Milei que antes insultaba: el que emite para sostener el programa y, para justificarlo, descubre de golpe algo que cualquier manual básico admite: la inflación depende del equilibrio entre oferta y demanda de dinero y de su velocidad de circulación.
Y entonces el “libertario puro” se convierte en Keynesiano de emergencia, sin avisar, sin pedir perdón y, lo peor: sin reconocer que lo que ayer era pecado hoy es receta.
La pirueta: del monoteísmo monetario a la inflación “condicional”
El nuevo argumento se resume así: “podemos emitir y no habrá inflación si la gente demanda ese dinero”. Es decir: la emisión deja de ser causa automática y pasa a ser variable condicionada por comportamiento social.
¿Te suena? Claro: es incorporar una pieza que su prédica negaba. Es admitir que existe un componente de demanda de dinero que puede absorber expansión monetaria. Y en esa admisión, el esquema anterior se rompe.
No es un detalle técnico. Es el corazón de su narrativa. Porque si la demanda importa, entonces:
- ya no alcanza con gritar “emisión = inflación”;
- ya no alcanza con ajustar “la cantidad de dinero”;
- y, sobre todo, ya no alcanza con el marketing del “no emitimos” cuando la economía necesita lubricación para no morir de parálisis.
El problema no es cambiar: el problema es cambiar mintiendo
Un país serio puede exigirle a un Presidente que se adapte. La economía no es una secta: es un sistema vivo.
Lo que no puede tolerar es que el cambio venga con arrogancia intacta y con relato retroactivo, como si siempre hubieran pensado lo que ayer negaban.
Porque aquí hay una pregunta ética:
Si tu identidad política se construyó sobre “no emitir”, y terminás emitiendo “a mares” para sostener el programa, ¿no deberías, al menos, reconocer que la mayoría votó una premisa falsa?
Cuando un líder cambia de biblioteca en silencio, no está evolucionando: está re-escribiendo el contrato sin consultar al pueblo.
¿Pragmatismo o ignorancia?
Hay dos lecturas, y las dos son peligrosas.
1) Pragmatismo forzado:
La realidad te obliga. La economía se frena, se cae el consumo, la recaudación se enfría, se complica el financiamiento, y necesitás “remonetizar” para que la rueda gire. Emitís porque si no emitís, te quedás sin motor.
Si fuera esto, el giro sería pragmático: desagradable, pero entendible.
2) Ignorancia o estafa intelectual:
El problema no es que cambiaste, sino que nunca supiste. Predicaste certeza absoluta sobre una ecuación que era más compleja. Te subiste a un dogma para ganar poder.
Si esto es así, no es pragmatismo: es estafa discursiva.
Y en ambos casos, el costo lo paga la gente: porque las consecuencias de una mala administración monetaria no se discuten en paneles; se ven en el changuito, en el alquiler y en el trabajo.
El “Keynesianismo” que no te cuentan: emisión sin demanda es inflación; demanda sin ingreso es fantasía
El argumento “emitimos y no hay inflación si sube la demanda de dinero” tiene una condición brutal: la demanda de dinero sube cuando hay confianza y/o cuando hay más actividad e ingresos.
Pero si la economía está planchada, si el consumo se cae, si el comercio respira por una pajita y si las pymes cierran, ¿de dónde sale esa demanda extra?
La demanda de dinero no aparece por decreto. No la genera un tuit. No la crea un grito.
Entonces el gobierno juega a una ruleta: emite esperando que la sociedad “aguante” pesos. Si la gente no aguanta, el dinero acelera su velocidad, se vuelve lava, y la inflación regresa por la ventana. En ese punto, el Milei keynesiano se convierte en lo que juró combatir: un administrador de expectativas que ya no controla.
Remate: cuando un gobierno cambia de teoría, el pueblo tiene derecho a saber qué votó
El drama argentino no es que un Presidente rectifique. El drama es que lo haga sin humildad, sin explicación y sin asumir responsabilidad por el engaño previo.
Si te pasaste años vendiendo una ley “en todo tiempo y lugar”, y en el poder descubrís que hay excepciones, entonces no eras un profeta: eras un vendedor.
Y el país no está para vendedores. Está para estadistas.
Porque si la política económica se convierte en improvisación con slogans, la Argentina no entra en una era de libertad: entra en una era de sinrazón administrada, donde la gente aprende tarde —pero siempre aprende— quién paga la fiesta cuando la teoría se rompe: los laburantes, los jubilados y los que no tienen cobertura.
