Por un devoto católico argentino | Especial para Perico Noticias
Ha muerto el papa Francisco. Y, con él, una de las luces más humanas y universales que supo irradiar la Iglesia Católica en tiempos de oscuridad, fragmentación e indiferencia global. Jorge Mario Bergoglio, argentino de alma villera, jesuita de fe obstinada y pastor de los que no tienen pastor, volvió hoy a la Casa del Padre. Tenía 88 años. Luchaba desde hacía semanas con una infección respiratoria, pero más que contra una enfermedad, Francisco llevaba años combatiendo un mal mayor: la cerrazón del mundo.
Como católico argentino, como hombre de pueblo, siento que algo más que un papa se ha ido. Se fue uno de los nuestros, y acaso por eso mismo, uno que nos dolía. Porque, como tantas veces ocurre en esta tierra herida por la envidia, la grieta y el egoísmo, “a nuestro propio Dios lo crucificamos”. Y así como al Nazareno lo colgaron por predicar amor entre marginados, a Francisco lo acusaron de “peronista”, de “zurdo”, de “populista”, de “anticapitalista”, de “no hacer lo suficiente” o de “hacer demasiado”. Cuando en realidad hizo lo que nadie antes: ponernos en el mapa del espíritu, recordarnos que el Evangelio no es una regla de élite sino una promesa de justicia para todos.
Francisco fue nuestro. Aunque muchos lo negaron. Aunque algunos nunca entendieron el alcance de su palabra cuando hablaba de “una Iglesia pobre para los pobres”, o cuando decía que “la política es la forma más alta de la caridad si se hace con vocación de servicio”. No fue un papa cómodo, no fue una figura decorativa. Fue un pastor revolucionario en el mejor sentido, como San Francisco de Asís, con cuyo nombre se rebautizó para dejar claro que venía a cambiar, a limpiar, a sanar.
Su pontificado será recordado por la valentía de enfrentar a una Iglesia cerrada en sí misma, por haber combatido los abusos con firmeza, por haber abrazado a los descartados del mundo, a los migrantes, a los homosexuales, a las víctimas del sistema. Denunció la desigualdad como pecado estructural. Habló de economía con evangelio, de ecología con espiritualidad, y de la vida con compasión.
Decían que era un papa político. Tal vez sí. ¿Y qué otra cosa podría ser un papa que busca justicia social? ¿No fue Cristo mismo un revolucionario? ¿No predicó entre los pobres, no comió con pecadores, no echó a los mercaderes del templo? Acaso el único destino posible para un hombre de fe auténtica es ese: ser acusado por los poderosos, ser incomprendido por los suyos y, sin embargo, seguir andando.
Francisco nos devolvió la dignidad de sabernos parte de algo más grande. Nos enseñó a mirar el mundo con misericordia, pero sin ingenuidad. Y nos desafió a no quedarnos en la misa del domingo, sino a ensuciar los zapatos en la calle. Nos deja una Iglesia abierta, dialogante, profundamente humana. Nos deja una esperanza que no se apaga con su muerte.
Y si hay algo que me conmueve, en medio del dolor de su partida, es que su figura quedará en la historia grande de la humanidad, no como un líder de dogmas, sino como un sembrador de puentes, como el abuelo tierno del mundo que se animó a enfrentar al odio con ternura, al cinismo con fe y a la indiferencia con gestos que valen más que mil encíclicas.
Nos queda su palabra. Nos queda su sonrisa. Nos queda su ejemplo. Pero, sobre todo, nos queda su legado: la certeza de que el amor es más fuerte que el miedo, y de que el bien común no es una utopía, sino una urgencia.