Ha muerto el papa Francisco. Y con él, se va una parte esencial de nuestra historia como argentinos, como católicos, como humanidad en búsqueda. Jorge Mario Bergoglio, el hombre que llegó desde Flores a Roma para hablarle al mundo entero con el corazón en la mano, ya descansa en la Casa del Padre. Su partida deja una herida profunda, pero también una llama encendida en el alma colectiva.
Decir que fue el primer papa latinoamericano es apenas una formalidad. Decir que fue argentino, es decir algo más íntimo, más visceral. Francisco fue el hijo que la patria envió al mundo como testimonio de una fe simple y profunda, popular y revolucionaria. El papa de los gestos, no de las pompas. El pastor de los descartados. El hombre que —desde su sotana blanca— les habló a los poderosos sin miedo y abrazó a los últimos sin vergüenza.
Su voz, firme pero dulce, fue durante más de una década el eco del Evangelio en un mundo roto. Y lo hizo con una ternura que incomodó a muchos. Lo llamaron “el papa peronista”, como si eso lo degradara. Pero acaso el único destino de un hombre de fe verdadera no sea otro que el de luchar por el bien común, incomodando a quienes se sienten dueños del mundo. Francisco supo incomodar al poder, como lo hizo Jesús en su tiempo. Y por eso, como a Cristo, muchos en su propia tierra lo miraron con desconfianza.
Su mensaje nunca fue neutral. Denunció la desigualdad como pecado estructural. Clamó por una economía que no mate. Lloró con los migrantes, los abusados, los descartados del sistema. Habló de ecología con pasión, de paz con urgencia, de amor con coherencia. Construyó puentes donde había muros. Y desde el Vaticano, reformó una Iglesia que crujía por dentro, abriendo sus puertas a quienes siempre estuvieron en los márgenes.
Como argentinos, nos costó entender su dimensión. Nos dolió que su mirada crítica tocara nuestras propias miserias. Muchos, cegados por la grieta, prefirieron acusarlo de lo que fuera antes que escucharlo. Pero Francisco nunca dejó de ser nuestro. Jamás renegó de sus raíces. Siempre fue el cura de barrio, el hombre del mate compartido, el que caminaba como uno más. Y por eso, su muerte nos duele más.
Hoy lloran cardenales y presidentes. Lloran millones de fieles en Asia, África y América Latina. Pero el llanto argentino es distinto. Porque perdimos al papa, sí, pero también a un hermano mayor, a un guía, a un símbolo de que este país, tantas veces vencido, podía dar al mundo una luz inmensa.
El legado de Francisco no está en los muros del Vaticano, sino en las palabras que nos dejó: “La fe se hace con las manos, con los pies, con la calle, con el barro”. Ese legado es ahora responsabilidad nuestra. Que su muerte no sea final, sino semilla. Que su ejemplo nos empuje a construir una sociedad menos cínica, más humana, más parecida a la que él soñaba.
Francisco se fue. Pero la esperanza que sembró en millones de almas seguirá creciendo, si tenemos el coraje de regarla con justicia, amor y dignidad.