La Argentina de hoy no solo está rota en los bolsillos, sino también en el alma colectiva. Pero esa ruptura no genera parálisis, sino una fuerza imparable que baja desde los cerros, sale de los comedores, brota desde los hospitales, se organiza en las universidades y se multiplica en las calles. Y lo que parecía imposible hace apenas unas semanas —que una oposición atada con alambre se anime a jugar en el Congreso— hoy comienza a tener otro color, otro pulso, otro empuje: el de la presión popular.
Mientras el presidente Javier Milei y su círculo de poder siguen ajustando como si gobernaran un Excel y no un país real, los datos sociales explotan como termómetros al sol: récord de morosidad en tarjetas de crédito, impago masivo de préstamos personales, cheques rebotados como pelotitas en un flipper. La clase media está desfondada, la pobreza se lleva a puñados la dignidad, y el hambre ya no es una estadística: es una voz, un cartel, un cuerpo en la plaza.
Pero en medio de ese infierno, algo se mueve. Y no es solo la bronca: es la organización. Ayer lo vimos en la Cámara de Diputados, donde una parte de la oposición logró darle media sanción a un paquete de leyes que busca mejorar la vida de los sectores más castigados: emergencia en discapacidad, actualización del bono para jubilados, extensión de la moratoria previsional. Medidas mínimas, pero urgentes. Básicas, pero humanas.
No fue magia. No fue coherencia ideológica. Fue la presión de abajo. Porque lo que no empujó la sensatez, lo empujó el pueblo. La multitud en la plaza, los testimonios crudos de madres sin medicación para sus hijos, los abrazos en la puerta del Garrahan, los científicos sin becas, los docentes sin tiza y los jubilados comiendo pan duro los últimos 20 días del mes. Eso movió las bancas. Eso quebró la tibieza. Eso dejó en evidencia a los que todavía se abstienen frente al dolor.
Los libertarios, envalentonados con su cruzada anti-Estado, intentan vetar todo lo que huela a humanidad. Milei, con tono mesiánico y Twitter en mano, anticipó que frenará cualquier intento de legislar la compasión. Pero lo que no entiende es que la calle ya tomó nota. La sociedad está despertando y empieza a mirar a cada diputado con una lupa: ¿votaste con el pueblo o con el mercado? ¿Estás con el que come una vez al día o con el que compra acciones en Wall Street?
La sesión de ayer mostró que se puede. Que si hay presión, hay reacción. Que si la gente se planta, hasta los más funcionales al oficialismo dudan. Que si se grita fuerte, la sordera política se agrieta. Y, sobre todo, que no hay poder que no tiemble frente a una multitud decidida a no vivir de rodillas.
El pueblo está de pie. La historia no la hacen los CEOs, la hacen los que marchan, los que reclaman, los que no se resignan. Y ahora, la oposición tiene que elegir: o se deja empujar por esa marea popular que clama justicia, o queda marcada como cómplice del ajuste más despiadado en décadas.
El calor popular está calando hondo. Y cuando el pueblo empuja, no hay veto que aguante.