Por el Prof. Jorge Lindon // En la reciente entrevista radial con Ari Lijalad, el ideólogo de la ultraderecha criolla, Agustín Laje, ofreció —sin pretenderlo— una radiografía brutal de un pensamiento incapaz de convivir con la diferencia. Dijo, sin rodeos, que “no se puede convivir con los zurdos” y que cada bala de goma contra ellos es un motivo de regocijo. Luego rectificó parcialmente —forzado por la evidencia—, admitiendo que su tuit había sido extremo. Pero el daño ya estaba hecho: el discurso celebratorio de la represión y la exclusión ya había sido compartido por el mismísimo presidente Milei, quien lo replicó como bandera ideológica.
Una confesión peligrosa en un país herido
Laje no habló desde un margen. Es el “faro” intelectual del nuevo régimen libertario. Su voz no es una anécdota, sino un eslabón de una maquinaria simbólica que construye sentido desde la negación del otro. En su lógica, no hay adversarios: hay enemigos. No hay debate: hay batalla. No hay ciudadanos: hay virus. ¿El remedio? “La eliminación de la ideología” mediante “batalla cultural”. Pero todos sabemos que la historia —y las guerras culturales— no se libran en el vacío: las ideas, cuando se radicalizan con poder político, terminan apuntando, literalmente, a cuerpos concretos.
La trampa de la pureza ideológica
Laje se jacta de no tener ni amigos, ni empleados, ni parejas de izquierda. Construye una ética del encierro intelectual que lo lleva a comparar impuestos con robos, y movilizaciones con crímenes. Su mundo es el de la limpieza ideológica, como si fuera posible purgar la convivencia social de “los zurdos”, los peronistas, los sindicalistas, los artistas subvencionados o los jubilados movilizados.
Pero en esa pureza solo florece la violencia. Porque, como bien le respondió Lijalad, Argentina no es una fantasía homogénea: es una sociedad plural, contradictoria, en crisis. Y si la derecha no acepta esa diversidad, lo que propone no es una solución, sino una guerra civil simbólica —y en algunos casos literal— en la que los diferentes son señalados como enemigos internos.
La crisis no se resuelve eliminando al otro
Mientras Laje se ahoga en su propio delirio ideológico y Milei toma deuda para sostener una motosierra que no derrama, el verdadero problema sigue intacto: más del 55% de la población argentina es pobre. El desempleo crece. El miedo y la incertidumbre son el pan cotidiano. Y frente a eso, ni el discurso del orden por el orden, ni la represión de los jubilados, ni la exclusión simbólica de medio país van a traer soluciones.
Argentina no necesita la eliminación del otro, sino la recuperación de un pacto de convivencia donde quepan todas las voces, incluso las más antagónicas. Lo que se necesita no es “más Laje”, sino menos odio.
Una democracia 2.0 y el final del modelo carcelario
Este tiempo demanda algo más que ajustes fiscales y discursos de barricada. Demanda una revolución estructural: pasar de la democracia vigilada por el mercado y el Estado burgués, a una democracia 2.0, basada en la cooperación, la diversidad y el uso inteligente de la tecnología. Una sociedad donde podamos cuestionar incluso el yugo del trabajo asalariado como único horizonte de vida. Una sociedad que reemplace la lógica de la obediencia por la de la participación.
Ese horizonte solo es posible si renunciamos a las trincheras ideológicas y dejamos de pensar que hay que destruir al otro para poder existir. Porque la verdadera revolución —la que aún no empezó— no será derechista ni zurda: será inteligente, solidaria y humana.