Cada vez que un trabajador jujeño recibe su aguinaldo, se reaviva una esperanza —pero cada vez más tenue, más deshilachada, más triste. La ilusión de un “extra” que alivie el año se ha convertido en la rutina de pagar lo que se adeuda, de achicar el agujero en la canoa. Una encuesta reciente, con más de 1800 participantes, lo confirma con crudeza: el 59% usará su aguinaldo exclusivamente para pagar deudas. No para ahorrar, no para invertir, no para disfrutar unas vacaciones. Para intentar dejar de deber.
Pero el dato no sorprende. La semana pasada, informes económicos expusieron el colapso financiero de los hogares de Jujuy: familias endeudadas con tarjetas de crédito al límite, préstamos usurarios, refinanciaciones eternas, cuotas vencidas, cheques rechazados. Se trata de una economía doméstica de subsistencia que ya no opera sobre ingresos reales, sino sobre la lógica de supervivencia y deuda. El sueldo se cobra pero no se toca: se va solo, con destino fijado por los intereses.
Este cuadro tiene efectos devastadores no solo en los bolsillos, sino en la psiquis colectiva. En las cocinas jujeñas, donde antes se hablaba de proyectos o se discutía política, ahora se discute cómo no cortar la luz, cómo comprar la leche, cómo afrontar los $200.000 del resumen de la tarjeta que venció. La incertidumbre —antiguamente marginal— hoy habita el centro de la mesa familiar. El miedo al desempleo se ha vuelto estructural. Quien tiene trabajo teme perderlo. Quien no lo tiene, simplemente deambula por una provincia sin brújula productiva.
La salud mental de los jujeños está en jaque. El cuadro es de fatiga económica crónica con consecuencias emocionales: insomnio, ansiedad, agresividad, desmotivación, aislamiento. Una especie de psicopatología social colectiva está en gestación. Y no hay ministerio de Salud, de Economía ni de Desarrollo Humano que la atienda con seriedad.
Mientras tanto, el gobierno nacional continúa celebrando indicadores macro sin impacto en la microeconomía real, donde se cocina la vida y el sufrimiento cotidiano. Esta inacción empuja la presión hacia las provincias, cuyos gobiernos —como el de Jujuy— aún no comprenden la dimensión de su nuevo rol: deben resolver lo micro, reconstruir la economía del hogar, acompañar con políticas de cercanía, no solo con slogans.
Los intendentes, muchas veces ninguneados como meros gestores de alumbrado y barrido, ahora se encuentran en el centro del drama social: son los primeros en ser interpelados cuando el vecino no tiene para comer. La nueva política no se construye desde el escritorio de un ministerio en Buenos Aires. Se construye en los pasillos de las salitas, en los merenderos, en la fila del banco.
Lo que está en discusión no es solo un modelo económico, sino un sistema entero de representación. Las rutas de la política convencional han colapsado. La gente lo sabe. Por eso vota lo nuevo, aunque no lo entienda. Por eso se aferra a ideas radicales, aunque duelan. Por eso cerró las puertas al ayer sin garantías sobre el mañana.
En este contexto, se impone una verdad silenciosa: la democracia, tal como la concebimos, está vencida. Hay que refundarla. Pensarla como una construcción de cuarta generación, donde el ciudadano no sea solo un votante pasivo, sino un programador activo de su futuro. Las herramientas tecnológicas, el federalismo inteligente, la participación distribuida, la transparencia algorítmica y la justicia social digital son parte del nuevo paradigma en ciernes.
Nos acercamos, querámoslo o no, a la singularidad tecnológica. Y cuando eso ocurra, no habrá espacio para estructuras políticas anacrónicas. O refundamos el contrato social o lo perderemos por default.
¿Podrá la política jujeña anticiparse a este cambio? ¿O seguirá repartiendo parches mientras la sociedad se hunde en cuotas impagables?
Tal vez la próxima elección no dependa de un candidato, sino de un código.