Alberto se lanza a la batalla de la opinión pública, convencido de que su gobernabilidad depende de controlar la pandemia

Fernando Gutierrez //Desde el inicio quedó en claro cuál era el mensaje que Alberto Fernández quería transmitir al anunciar el regreso a una cuarentena más estricta: que todo lo que se hizo hasta ahora tuvo sentido, que el esfuerzo no fue en vano y que, de no haber sido por el aislamiento, ahora Argentina podría tener la misma recesión económica pero con un número de muertos diez veces mayor.

Y fue evidente el cuidado de que el mensaje no llegara distorsionado. Para empezar, fue bien elocuente la decisión de haber grabado el mensaje en vez de hacerlo en vivo. Y, por consiguiente, la alocución no tuvo sección de preguntas a cargo de los periodistas, un momento en el que el Presidente ha demostrado perder la calma ante la insistencia de ciertas preguntas.

En ocasiones anteriores no había podido ocultar su irritación cuando se le preguntó por la «angustia» que generaba el encierro en la población, o por las consecuencias económicas de las medidas de aislamiento. Ante lo cual había respondido: «La cuarentena durará lo que tenga que durar, qué me importa cuánto dura si los casos de contagio se quintuplican«.

Y, efectivamente, los casos se estaban quintuplicando. Pese a lo cual, Alberto Fernández constató que cada vez se le hacía más difícil justificar la medida extrema.

No por casualidad, en su nuevo mensaje se adelantó a las acusaciones de tener la cuarentena como principal proyecto político, a modo de compensación por la falta de resultados en otros ámbitos. «No estamos enamorados de la cuarentena, estamos enamorados de la vida», fue la frase elegida para contestarle a los críticos.

Cifras contundentes, gente hastiada

En cierto sentido, lo que hace el presidente es coherente con sus posturas previas. Desde el inicio, había dicho que el requisito para flexibilizar la cuarentena sería que la tasa de duplicación de contagios se enlenteciera al punto de ocurrir cada 25 días. Pero lo que ocurrió fue exactamente lo contrario, tal como detalló el jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta.

Ahora la estadística marca que en Buenos Aires el promedio es de 850 nuevos contagios por día –hubo picos de 1.000- cuando hace poco más de una semana era la mitad. Este grado de avance llevó a que el nivel de ocupación de camas en el sistema hospitalario ya sea de 50%, que según Rodríguez Larreta no es una cifra para relajarse, porque rápidamente puede acercarse al tope de la capacidad.

Alberto Fernández se basó en la comparación con los países vecinos para contestar las críticas por la economía

Alberto Fernández se basó en la comparación con los países vecinos para contestar las críticas por la economía

En el mismo sentido, el gobernador bonaerense Axel Kicillof se mostró preocupado por demostrar que la restricción no había sido en vano y que gracias al tiempo ganado se pudo más que duplicar la cantidad de camas disponibles para contagiados de coronavirus.

Desde ese punto de vista, no debería haber polémica posible: los funcionarios están haciendo lo que siempre prometieron: flexibilizar cuando los datos indicaran que se podía, y dar marcha atrás si había complicaciones. Y sin embargo, Fernández, Kicillof y Rodríguez Larreta comprobaron que, aun con la contundencia de esos números, cada vez debe invertir mayor esfuerzo de comunicación para justificar la necesidad de mantener el confinamiento.

La opinión pública se vuelve en contra

En realidad, la situación es entendible. Y Alberto lo sabe mejor que nadie, porque es quien debe pagar las cuentas de las empresas en crisis. Esta misma semana, después de haber dicho que se acotaría la asistencia salarial únicamente para las pymes, tuvo que dar marcha atrás y garantizar dos meses más de pagos de salarios. Además de tener que plantear una moratoria impositiva –apenas un blanqueamiento de la realidad, cuando más del 40% de las industrias dejaron de pagarle a la AFIP-.

A esta altura, se transformó en una rutina para el «prime time» televisivo y de las redes sociales la presencia de empresarios que, apenas conteniendo el llanto, relatan la tragedia del desplome de su negocio. Los empresarios cuentan que, por más que el gobierno haya puesto en marcha el programa de asistencia y se prometa una moratoria, nada de eso puede compensar el hecho de que una caja haya tenido ingresos cero por la inactividad forzada.

Ese lamento por las persianas que se bajan definitivamente, dejan gente en la calle y terminan con negocios forjados en décadas de historia familiar, contrasta con cierto mensaje optimista que intenta transmitir el Gobierno, en el sentido de que «lo peor ya pasó» porque muchas provincias ya normalizaron su actividad.

Mucha de esta gente de negocios hasta se ocupa de resaltar, en sus testimonios, que había votado a Alberto, como para destacar que no hay una motivación ideológica en su protesta. Y las encuestas de imagen muestran que tanto el Presidente como Kicillof y Rodríguez Larreta han sufrido una pérdida de aprobación pública en el último mes, en coincidencia con el deterioro económico.

La comparación salvadora con los vecinos

Consciente de esa situación, Alberto se ocupó de elegir para su alocución algunas «filminas» bien ilustrativas: por ejemplo, la que muestra las predicciones del Fondo Monetario Internacional de caída de la actividad económica para este año en varios países. La columna de variación negativa del PBI se ubicaba al lado de la cantidad de muertos por país.

El mensaje era claro: no por el hecho de ser más liberal o flexible en cuanto a la cuarentena se garantiza un mejor resultado económico. Ahí estaban, para testimoniarlo, casos como el de Brasil, México, Chile y Estados Unidos, todos con grandes pronósticos de caída del PBI, pero con muertos que se cuentan de a decenas de miles.

No por casualidad, Alberto destacó que, si Argentina hubiese seguido el camino brasileño, ahora tendría unos 10.000 muertos, sin que por ello la economía estuviera menos grave.

La

La «filmina» del Presidente para graficar que quienes tuvieron una cuarentena flexible no muestran un mejor resultado económico

Para ponerlo en palabras del Presidente: la culpa no es de la cuarentena, sino de la pandemia; no hay que enojarse con el remedio, sino con la enfermedad.

Pero aun así, no es un mensaje al que le resulte fácil encontrar un público receptivo. Las advertencias en el sentido de que el entramado empresarial argentino está en un punto de agotamiento se repiten a diario. Y la Unión Industrial ya advirtió sobre la explosión de una ola de quiebras y convocatorias de acreedores.

Todo lo cual deja en claro que el Gobierno tiene un desafío acaso mayor que el sanitario: ganar la batalla de la opinión pública, en un momento en el que hasta dentro del propio Gobierno se escuchan insinuaciones en el sentido de que el sacrificio que se le exigió a la población resultó desmedido.

Un éxito inicial que se volvió en contra

En cierto sentido, el Gobierno está siendo víctima de su propio éxito en materia sanitaria. Porque al inicio de la pandemia, los informes del Ministerio de Salud Pública señalaban que, en el mejor de los casos, Argentina llegaría a junio con 250.000 personas contagiadas, mientras que si las cosas se hacían mal, habría a esta altura más de dos millones de enfermos y unos 20.000 fallecidos.

Eran proyecciones que se habían hecho tomando en cuenta la experiencia de los países europeos y asiáticos donde el coronavirus había golpeado primero. Y, en comparación con esos escenarios, la situación argentina actual luce más que bien: el número de 52.000 contagiados y 1.167 fallecidos luce como un resultado que supera las expectativas más optimistas.

Sin embargo, ese éxito tiene su contracara: en el afán de «aplanar la curva» de contagios, nunca parece llegar el momento del pico, y por lo tanto hay una perspectiva de que la cuarentena se prolongue de manera indefinida. Hay quienes incluso sugieren que, si se hubiese dejado propagar más el virus, ahora la situación estaría más controlada.

Lo cierto es que la fatiga social y el sufrimiento económico por la cuarentena llegó a un punto en que se plantean dudas sobre cuándo aparecerán las señales de rebeldía y desobediencia civil masiva. De hecho, los intendentes del conurbano ya la advirtieron a Kicillof sobre sus dificultades para contener a una población que no puede evitar salir a la calle en busca de su sustento.

Si esa eventual desobediencia se diera, tendría un agravante: ocurriría justo cuando la curva de contagios esté en su momento ascendente.

No es un momento fácil para el Presidente: por un lado, nunca la opinión pública anti-cuarentena se manifestó de manera tan contundente. Pero él también tiene una certeza: que el hecho de que se hable de la crisis económica y no tanto de la enfermedad, es de alguna manera una medida de su éxito en materia sanitaria.

Después de todo, los argentinos han demostrado que en ciertos aspectos tienen una tolerancia más baja que otros pueblos vecinos. Una tasa de 1.000 muertos diarios como la que hubo en los países más afectados, a esta altura ya habría provocado una crisis de gobernabilidad.

El desafío para Alberto reside, ahora, en que esa crisis política no se produzca de todas formas, por causa de los efectos colaterales de la cuarentena.

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