En democracia, los hechos de interés público se discuten a la luz del día. Cuando un juez ordena frenar la circulación de audios que comprometen a una funcionaria de primera línea, no estamos ante una medida de prudencia: estamos ante censura previa, la más torpe de las respuestas frente a una denuncia sensible. Si el mensaje incomoda, se investiga el contenido, no se amordaza al mensajero.
A esta altura, lo esencial no es la rosca de despachos ni el quién-le-grabó-a-quién: lo esencial es el derecho ciudadano a saber. En una República, los controles cruzados —periodismo, Justicia, oposición y oficialismo— existen para evitar que el poder se vuelva opaco. Apagar la lámpara no hace desaparecer el cuarto; lo llena de sombras.
La doctrina democrática —nacional e interamericana— es inequívoca: las restricciones previas a la libertad de expresión son la excepción de las excepciones y exigen fundamentos estrictos, temporales y proporcionales. Más aún cuando se trata de funcionarios públicos y asuntos de evidente interés público. Si hay delitos, que se prueben; si hay operaciones, que se exhiban. Pero callar a la prensa es admitir que no hay argumento mejor que el silencio impuesto.
Además, la censura es mala economía política: multiplica la sospecha. Nadie cree que un audio prohibido contenga trivialidades. La prohibición recalienta el termómetro social, erosiona la credibilidad institucional y desordena los mercados más que cualquier titular. La transparencia, por el contrario, despresuriza: ordena el debate, separa rumor de evidencia y devuelve previsibilidad a la conducción.
El gobierno tiene una salida adulta: abrir toda la información pertinente, habilitar auditorías independientes y colaborar con la Justicia. Si el caso es humo, la luz lo disipará. Si hay fuego, la verdad llegará igual; tarde y con más costo si se intenta sofocarla con mordazas. En democracia, la fortaleza no se mide por cuántas voces se callan, sino por cuánta verdad se soporta sin temblar.
La sociedad ya aprendió esta lección: cada vez que se tapa, estalla. Por eso, quien hoy celebra la mordaza mañana padece la desconfianza. La República no admite atajos: exige verdad, control y publicidad de los actos. Lo demás es ruido. Y el ruido, cuando crece, no lo calla ningún decreto.