Por Jorge A. Lindon – Hay un error conceptual —y deliberadamente manipulado— que empieza a colapsar: reducir el antimileísmo a la caricatura de los empleados públicos aferrados a sus privilegios, los sindicatos defendiendo cargos ineficientes o los organismos estatales que jamás rindieron cuentas. El gobierno libertario, en su relato fundacional, pretendió que toda resistencia era defensa de la casta. Pero el tiempo, siempre brutal con los atajos discursivos, dejó al desnudo una verdad más compleja y profunda.
Porque el antimileísmo que hoy se consolida en las encuestas y en las calles no es un grito de resistencia corporativa, es un grito de sentido común. Es, en muchos casos, el rugido dolido de los mismos sectores independientes, emprendedores, profesionales precarizados y trabajadores del sector privado que apostaron fuerte al cambio libertario con la esperanza de ver al Estado replegarse, simplificarse, volverse eficiente. Y no ocurrió.
El sueño liberal se convirtió en pesadilla sin mercado
La gran paradoja del mileísmo es que prometió libertad pero sembró incertidumbre, prometió un Estado chico pero se quedó sin Estado, prometió menos burocracia y generó parálisis. Aquellos que votaron con el anhelo de quitarse al elefante de encima hoy descubren que no hay mercado sin confianza, ni libertad sin reglas mínimas, ni crecimiento sin crédito, ni progreso sin salarios.
Este nuevo antimileísmo no quiere volver al pasado, no milita la restauración de dinosaurios ni aplaude a los burócratas eternos. Es un antimileísmo de nuevo cuño, que no tolera la destrucción sin propósito ni la miseria planificada como hoja de ruta. Se trata de sectores que pidieron reformas reales, no un vaciamiento emocional, institucional y económico.
El votante independiente se convierte en fiscal de la sensatez
Y aquí está la clave política del momento: el votante independiente, que no pertenece a ninguna estructura partidaria ni vive del Estado, hoy se convierte en el nuevo sensor social. Está marcando los límites del experimento. Está diciendo “sí” al orden, “sí” a un Estado más eficiente, pero “no” al cinismo, al desierto productivo, al colapso de expectativas.
El voto por Milei fue un acto de ruptura. El antimileísmo que emerge ahora es un acto de reconstrucción social, de rechazo al caos disfrazado de reforma. No es un acto nostálgico; es una bisagra hacia otro modelo político que aún debe nacer.
Ni dinosaurios ni delirantes: la hora de los partidos sensatos
Este escenario no habilita el regreso de los impresentables, ni da aire a los partidos tradicionales por default. Lo que otorga es una ventana de oportunidad histórica para que las fuerzas políticas comprendan el momento y se reinventen. El peronismo unido en Buenos Aires empieza a dar señales. La UCR en el Norte tantea un reordenamiento. La izquierda tiene la oportunidad de dejar de ser testimonial. Todos están en juego.
Pero cuidado: el nuevo sentido común exige mucho más que slogans. Quiere partidos que reconozcan sus fracasos, que se despojen de sus castas internas, que abracen la innovación, que vuelvan a ofrecer futuro.
El antimileísmo, entonces, no es restauración: es prefiguración. Es el germen de una nueva cultura democrática, productiva, inteligente. Una sociedad que no tolera más ser rehén del Estado elefante, pero tampoco del mercado sin alma.