Aquí no se mueve nadie: cuando la casta se niega a soltar el poder

Aquí no se mueve nadie: cuando la casta se niega a soltar el poder

En cualquier sistema republicano mínimamente serio, un funcionario político sabe una verdad básica: su cargo no le pertenece. Es un encargo. Y ese encargo termina cuando el pueblo lo desaprueba o cuando la máxima autoridad del Ejecutivo le retira la confianza. En Jujuy, desde el 10 de diciembre, esa regla simple quedó públicamente rota.

Carlos Sadir pidió formalmente la renuncia a todo su gabinete para relanzar un gobierno golpeado por la derrota electoral del 26 de octubre. Ese pedido no fue un capricho: fue el reconocimiento explícito de que el rumbo fracasó y de que se necesitaba un nuevo elenco para intentar recomponer la relación con la sociedad. Sin embargo, ninguno renunció. Ni ministros, ni secretarios, ni presidentes de entes. Todos se aferraron al sillón.

Y anoche, en la Federación de Básquet «bajo la excusa de celebrar los 10 años de transformación de Jujuy», presenciamos la escena que termina de desnudar el problema: Gerardo Morales, verdadero arquitecto del poder desde 2015, reunió al gabinete, intendentes y toda la estructura para que “rindan examen” y exhiban lo que hicieron en estos diez años. No fue un acto de autocrítica ni de renuncias; fue un acto de reafirmación de poder. Morales se paró como tutor político del gobernador, y el gabinete –que debía haber puesto su renuncia a disposición– se alineó detrás suyo para sostenerse a cualquier precio.

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Desde el punto de vista jurídico-administrativo, los cargos que ocupan son de confianza política. Eso implica dos cosas:

  1. Carecen de estabilidad: pueden ser removidos en cualquier momento por decisión del gobernador.
  2. Exigen idoneidad y ética pública: el art. 16 de la Constitución Nacional y las normas de ética en la función pública establecen que el acceso y permanencia en el cargo se vinculan con la capacidad y la conducta, no con la obediencia ciega a un caudillo político.

Cuando un gobernador pide la renuncia generalizada, el mensaje es claro: “Necesito libertad para elegir con quién quiero gobernar”. Si después de ese emplazamiento los funcionarios maniobran para seguir, se produce un quiebre ético evidente:

  • Rompen la regla básica de la jerarquía administrativa: ya no responden al gobernador, sino a quien los apaña políticamente.
  • Desconocen el veredicto social expresado en las urnas y amplificado hoy en miles de posteos que rechazan abiertamente a Gerardo Morales y ahora a todo su gabinete.
  • Vacían de contenido la palabra “renuncia a disposición”, convertida en una mera formalidad sin consecuencia real.
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No hay, quizás, un delito tipificado; pero sí hay algo igual o más grave: pérdida de idoneidad ética. Un ministro, un director o un presidente de ente que se rehúsa a dejar el cargo aun cuando fue emplazado a hacerlo, demuestra que prioriza su propio interés sobre el interés público. Desde ese momento, su autoridad moral para conducir áreas sensibles del Estado queda severamente dañada.

El acto de anoche no fue un pedido de disculpas ni una rectificación. Fue la foto de un sistema cerrado sobre sí mismo, donde los funcionarios se felicitan entre ellos mientras la sociedad les da la espalda. Bajo la mirada y conducción de Morales, lejos de ofrecer un gesto de humildad, el gabinete se blindó. En lugar de decir: “Nos equivocamos, ponemos el cargo a disposición”, el mensaje fue: “Aquí no se mueve nadie”.

La consecuencia política es contundente:

  • Sadir queda debilitado: su derecho a relanzar la gestión queda condicionado por un aparato que no quiere correrse. El gobernador sigue cargando un lastre que ya no puede atribuir solo a Morales; hoy la responsabilidad se comparte con cada ministro, secretario y director que decidió quedarse.
  • Los funcionarios quedan expuestos: sabiendo que el pedido de renuncia fue explícito, su permanencia ya no puede justificarse como “servicio a la provincia”, sino como resistencia corporativa. En términos políticos, se convierten en una casta que se autoprotege.
  • La representación se vacía: si el pueblo dijo “basta” en las urnas y lo repite en las redes, y si el gobernador pidió renuncias que no se acatan, ¿para quién gobiernan estos funcionarios?

Desde el derecho administrativo la solución es simple: el gobernador puede y debe firmar los decretos de remoción. Pero desde la ética pública la pregunta es más incómoda:
¿Qué clase de funcionario necesita que lo echen por decreto para entender que ya no tiene legitimidad?

Si de verdad creyeran en la república que dicen defender, ya habrían presentado su renuncia indeclinable. Si de verdad respetaran al gobernador que dicen acompañar, no lo obligarían a convivir con un gabinete que él mismo quiso cambiar. Y si de verdad escucharan al pueblo, asumirían que seguir aferrados al cargo solo agrava el divorcio entre la política y la sociedad.

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La crisis de Jujuy no se resolverá con más actos cerrados ni con discursos autocelebratorios. Se resolverá cuando quienes perdieron la confianza –en las urnas y en la calle– den un paso al costado. Hasta que eso ocurra, estaremos frente a un gabinete insumiso, sostenido más por la inercia del poder que por la voluntad de los jujeños.

Y en ese escenario, la pregunta final es inevitable:
si el gobernador ya no elige a sus funcionarios, y el pueblo ya no los respalda, ¿quién está gobernando realmente Jujuy?.

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