Otra semana, otro tropezón. El gobierno nacional, encabezado por Javier Milei, vuelve a tambalear como un equilibrista ciego en la cuerda floja de su propia retórica. A medida que la economía real se desangra, las promesas de «estabilización», «confianza en los mercados» y «fin de la inflación» se derrumban con la fuerza de una moneda sin respaldo. El Fondo Monetario Internacional acaba de desmentir —otra vez— al ministro Luis Caputo, dejando en claro que ni siquiera los aliados del ajuste creen en el libreto que este gobierno recita desde diciembre con tono mesiánico.
Los datos son contundentes: casi 500 millones de dólares evaporados de las reservas del Banco Central en una sola jornada, mientras el equipo económico anuncia con euforia un préstamo del FMI que ni es oficial, ni está cerrado, ni convence a nadie. La política monetaria está tan vacía como las heladeras de millones de hogares argentinos.
La realidad en la calle es demoledora. El día a día se volvió un peso insoportable. Las familias hacen malabares para sobrevivir, los alimentos suben, el combustible también, y el relato del «sacrificio para bajar la inflación» ya no seduce: se siente como una burla. Porque el supuesto éxito inflacionario ahora se revela como lo que siempre fue: una ilusión construida con represión salarial, recesión brutal y caída del consumo.
La inflación no bajó: se desplazó. Y ahora avanza con nuevas formas, más peligrosas porque se dan en un contexto de destrucción masiva del tejido productivo y social. Mientras el gobierno festeja precios que «solo suben un 2%», las tarifas se disparan, los alquileres revientan los ingresos y la salud pública se vacía. ¿Valió la pena tanto esfuerzo? La respuesta, en las góndolas y en las mesas vacías, es un grito seco: no.
La imagen del presidente también se desploma. Cada nuevo acting en redes sociales, cada exabrupto, cada insulto a gobernadores o periodistas, cada renuncia a la política real, es otro ladrillo en el muro del desencanto social. Milei está dejando de ser el outsider para transformarse en lo que más criticaba: otro dirigente desbordado por el poder, ciego de soberbia, sordo al dolor colectivo.
Al final, el problema no era la casta, ni los ñoquis, ni la motosierra. El problema es mucho más profundo y estructural: Argentina es un país inmoral, un deudor serial, sin contrato ético con el futuro. Y Milei, con toda su pirotecnia verbal, no vino a cambiar eso. Vino a confirmarlo.
No hay compromiso, no hay creatividad, no hay coraje. Solo hay marketing libertario y deuda. Más deuda. Como siempre. Y como nunca. Porque ahora, además, no hay horizonte político. No hay plan de desarrollo. No hay pacto social.
Argentina camina dormida hacia su enésimo colapso. Y lo más triste es que ya ni siquiera hay sorpresa. Solo resignación.