Lo que hasta hace poco era argumento de ciencia ficción hoy tiene nombre, inversores y hoja de ruta. Según reveló The Wall Street Journal, la startup biotecnológica Preventive, con apoyo financiero de pesos pesados de Silicon Valley como Sam Altman (OpenAI) y Brian Armstrong (Coinbase), está desarrollando tecnología para crear bebés genéticamente modificados, editando embriones con CRISPR para evitar enfermedades hereditarias. El problema: ese tipo de edición en embriones humanos está prohibida en EE.UU. y en gran parte del mundo.
La empresa habría evaluado incluso operar o hacer ensayos en países con legislación más laxa, como Emiratos Árabes Unidos, para sortear las restricciones de su propio sistema regulatorio. Es decir: si la ley de tu país te frena, se busca otro territorio más “amigable”. La lógica del arbitraje regulatorio aplicada, esta vez, no a criptomonedas ni a datos… sino al genoma humano.
No es la primera vez que el mundo se enfrenta a este abismo. En 2018, el científico chino He Jiankui anunció el nacimiento de los primeros bebés modificados genéticamente, lo que desató una condena global y le valió tres años de cárcel por prácticas médicas ilegales. El mensaje de la comunidad científica fue contundente: no se juega con el ADN heredable, no se experimenta con generaciones futuras. Sin embargo, apenas unos años después, el negocio de los “bebés mejorados” vuelve a escena, esta vez impulsado por capital de riesgo y el imaginario mesiánico de Silicon Valley.
Preventive sostiene que su objetivo es prevenir enfermedades hereditarias mediante CRISPR, una herramienta capaz de cortar y editar secuencias de ADN con una precisión sin precedentes. Nadie discute que evitar patologías graves es deseable. La pregunta incómoda es otra: ¿quién y con qué criterios decide cuándo dejamos de curar y empezamos a “optimizar”? Porque, en paralelo, un ecosistema de startups (Orchid, Nucleus, Herasight, Manhattan Genomics, entre otras) ya comercializa screening genético de embriones para estimar riesgo de enfermedades, coeficiente intelectual, altura o predisposición a trastornos mentales. Si se puede elegir, el mercado elegirá. Y no siempre por razones nobles.
Varios científicos y bioeticistas ya hablan de “eugenesia corporativa”: un modelo en el que empresas privadas, financiadas por multimillonarios tecnológicos, definen qué rasgos son deseables, qué embriones merecen nacer y cuáles no. El problema no es solo biológico, es político: se consolida una brecha entre quienes pueden pagar por hijos con “ventajas genéticas” y quienes quedan condenados a la lotería natural. Es la desigualdad convertida en código genético, irrevertible y hereditaria.
Los riesgos científicos son igual de alarmantes. Editar embriones implica cambios que se transmiten a todas las células del organismo y potencialmente a las siguientes generaciones. Los efectos no deseados, mutaciones fuera de objetivo y consecuencias a largo plazo son, por definición, imposibles de predecir hoy. Las principales academias científicas del mundo han pedido moratorias estrictas a cualquier uso reproductivo de la edición genética en línea germinal, precisamente por estos riesgos.(Le Monde.fr) Pero la combinación de capital abundante, ideología tecnoutópica y competencia entre startups presiona en sentido contrario: avanzar primero y preguntar después.
El argumento de los defensores es seductor y peligroso: “si podemos hacerlo más sano, más inteligente, más fuerte… ¿por qué no?”. Se vende como libertad reproductiva 2.0, como si diseñar al futuro hijo fuese una extensión natural de elegir colegio o pediatra. Pero en el fondo se está trasladando al cuerpo del hijo —sin su consentimiento y para siempre— el catálogo de preferencias de una élite económica y cultural muy concreta. No es libertad: es imposición genética bajo envoltorio de innovación.
Además, la estructura de negocio de estas empresas agrava el problema. Los servicios de selección y edición genética de embriones cuestan miles de dólares por ciclo. ¿Quién accede? Quien ya está arriba en la pirámide de ingresos. El resultado lógico es un futuro donde la desigualdad ya no se mida solo en salario o patrimonio, sino en ventajas biológicas acumuladas: niños con mejor salud, mayor rendimiento cognitivo y físico, elegidos desde el laboratorio, frente a una mayoría que no puede pagar ese “upgrade” genético. Es la versión biológica de la brecha entre quien tiene cuenta premium y quien se queda en el plan gratuito.
La dimensión ética es contundente: permitir que el mercado de capital riesgo, guiado por retornos y “disrupción”, pilote la reescritura del genoma humano es abdicar de la política, de la democracia y de cualquier noción seria de bien común. El viejo “move fast and break things” suena distinto cuando lo que se puede romper no es una red social, sino la base biológica de nuestra especie. No se trata de estar a favor o en contra de la biotecnología, sino de quién decide, bajo qué reglas y con qué límites.
Este escándalo no es solo un capítulo más en la saga de Silicon Valley. Es una prueba de estrés global: ¿vamos a dejar que la carrera por los “bebés a la carta” la diriman un puñado de fondos, CEO y países con regulaciones flexibles, o vamos a imponer líneas rojas vinculantes a través de acuerdos internacionales y legislación dura? El tiempo para debatir no es cuando nazca el primer niño diseñado por encargo, sino ahora, mientras aún podemos decir “hasta aquí”.
