Redacción Perico Noticias, en una producción conjunta con Americo Cruz:
Aquella tarde de 1966 en el estadio 23 de Agosto, en San Salvador de Jujuy, no se jugó un simple partido de fútbol. Se escribió, con tinta de gol y coraje, uno de los capítulos más estremecedores de la historia del fútbol jujeño. Fue la tarde en que Talleres de Perico, con una precisión quirúrgica, le aplicó diez goles al histórico Gimnasia y Esgrima. Una hazaña de esas que parecen esculpidas por el tiempo para ser eternas. Pero en el corazón de esa gesta, brilló un nombre con aura mística: Ramón “Charaí” Martínez, el muchacho de Formosa que había surcado medio país con una valija de cartón, una derecha encantada y un sueño imposible entre pecho y corazón.
El Paraná, como prólogo de una leyenda
Ramón tenía 16 años y una voluntad mayor que el río mismo. Nació entre ceibos y zorzales, y desde niño su habilidad con la pelota fue como una estrella fugaz que todos querían mirar. El día que embarcó desde el puerto de Formosa con destino a Buenos Aires, no llevaba más que lo puesto, una muda de ropa y una convicción tan dura como el quebracho. El barco de pasajeros surcó las aguas del Paraná con la parsimonia de lo eterno. Durante las largas noches en cubierta, Charaí miraba el cielo y se prometía que su nombre alguna vez sería coreado por una hinchada. Mientras el río serpenteaba entre las islas, él soñaba con debutar en un estadio colmado.
Ya en Buenos Aires, lo acogieron los pasillos silenciosos de una pensión para juveniles. Entrenaba con la reserva de Vélez Sársfield y trabajaba en mandados durante las concentraciones del primer equipo. Allí servía café, escuchaba historias, espiaba movimientos, aprendía en silencio. Pero el gran salto no vino desde Liniers, sino desde el norte. Fue Aldo Villagra, a quien conoció en Buenos Aires y emblema ya en Perico, quien le propuso un giro inesperado. “Acá hay un técnico loco, Obdulio Cándido Ibarra, que te quiere en el plantel”, le dijo. La decisión fue tan instantánea como irreversible. Charaí tomó el tren desde Retiro, ese tren mítico que todos en el NOA conocían como «el Cinta de Plata«, compró su pasaje con cada peso ahorrado con sus tareas en el club y emprendió el viaje hacia su destino verdadero.
El tren, Perico y el despertar de un pueblo
Durante dos días y dos noches, Ramón no durmió. Viajó con los ojos pegados a la ventanilla, vigilando cada estación, cada letrero, cada paisaje que anunciaba su llegada. “Hay tres Pericos”, le habían advertido en Retiro: El Carmen, San Antonio y Estación Perico. Por eso no parpadeó ni una vez. Cuando vio el cartel oxidado que decía Ramal Estación Perico, su corazón se apretó como si adivinara que allí lo esperaba su lugar en el mundo.
Perico en 1966 era un pueblo en ebullición. El tabaco daba sus frutos, los mercados crecían, los talleres mecánicos florecían junto a los almacenes. El tren aún traía cartas y sueños. El fútbol, claro, era el alma del pueblo. Y Talleres, su bandera. Al bajar, Ramón divisó el Hotel París, y allí lo aguardaba el técnico Ibarra, quien no tardó en advertirle que lo suyo no sería fácil: debía reemplazar ni más ni menos que a Víctor Acuña, el diez legendario del Expreso Azul.
La tarde inolvidable en el 23 de Agosto
Y llegó el día. El tercer partido de Charaí con la camiseta azul. El rival: Gimnasia y Esgrima de Jujuy, el grande, el de la capital. La sede: el estadio 23 de Agosto, bastión del Lobo. Lo que ocurrió esa tarde es una sinfonía para el alma del hincha: Talleres 10, Gimnasia 1. Un vendaval. Un poema. Un guión escrito por los dioses del fútbol.

Ramón Martínez, que pese a debutar con un triunfo 6 a 2 sobre Gorriti y otro triunfo ante el legendario Club Independiente de Jujuy con cuatro goles de el, tenía resistencias en la hinchada y en parte de la dirigencia; aquella daga asestada al lobo jujeño despejó dudas sobre su capacidad. Marcó, asistió, hizo jugar. Con cada toque, rompía el ritmo, generaba pasillos invisibles, humillaba con belleza. Fue tan contundente el dominio, tan escandalosa la superioridad, que los propios dirigentes de Gimnasia exigieron suspender el partido antes del final. El público, atónito, no sabía si silbar o aplaudir.
El relator Américo Cruz, quien años después cambiaría los botines por el micrófono, «todavía estremece su recuerdo, lo de Charaí era algo místico. Jugaba como Bochini, pero con la picardía de un potrillo suelto. No hacía goles: los bordaba. Tenía el don de los iluminados”, dijo en una entrevista reciente en Perico Noticias. “Esa tarde en el 23 de Agosto jugó el partido perfecto. Gimnasia no sabía si marcarlo o persignarse”.
De héroe a vecino, de futbolista a leyenda
Años después, Ramón se retiró joven, en 1975. Decidió dedicarse a su familia y a su trabajo en la Municipalidad de Perico, donde caminó las mismas calles en las que alguna vez los pibes corrían detrás suyo pidiéndole una firma. Tiene seis hijos, y aunque su andar es pausado, cuando lo saludan en la plaza o en la tribuna, su mirada revive el brillo del 10 eterno.

El pueblo no lo olvida. Cada aniversario de aquella goleada es un ritual sagrado. Charaí no fue solo un gran jugador: fue un símbolo. Una síntesis perfecta entre talento, humildad y pertenencia. Porque Ramón Martínez no solo jugó para Talleres. Se volvió Talleres. Se volvió Perico.