La escena es de manual geopolítico: Washington anuncia que “compró pesos argentinos” y que cerró un swap de divisas por US$20.000 millones para “estabilizar” la plaza local. No lo dijo nuestro ministro: lo comunicó el secretario del Tesoro de EE. UU., Scott Bessent, que además habló de “grave iliquidez” y de evitar que la Argentina se convierta en “un Estado fallido”.
La respuesta de China llegó rápido y sin eufemismos: la Embajada reclamó a Estados Unidos “respetar la soberanía de los países latinoamericanos” y subrayó que Argentina “no es su patio trasero”. Advirtió, además, que los vínculos con nuestro país son “independientes y de beneficio mutuo”. Es un mensaje directo a la idea de “desplazar” a Beijing del mapa económico argentino a fuerza de swap y operaciones cambiarias.
Más allá del ring global, el impacto baja a territorio. Varias provincias tienen proyectos estratégicos financiados o cofinanciados con bancos y empresas chinas: el caso emblemático es Jujuy con el complejo solar Cauchari, montado con un crédito del Exim Bank de China. Imaginar que un realineamiento abrupto “borra” lo ya firmado ignora contratos, cronogramas y, sobre todo, empleos.
Llamar “Estado fallido” a la Argentina—aunque sea para justificar un salvataje exprés—no es un tecnicismo inocuo. Es un rótulo político que habilita tutelas de facto: primero en el mercado de cambios, mañana en la orientación sectorial y, pasado, en el precio relativo que define ganadores y perdedores. Con dólar planchado a la fuerza, sube la importación liviana y se abarata—para otros—la compra de activos argentinos: desde empresas energéticas a campos, pasando por minas y puertos. El propio Bessent celebró “comprar barato” la moneda local.
El riesgo no es abstracto: una política cambiaria administrada desde afuera puede desarmar la competitividad de nuestras economías regionales (azúcar, tabaco, vitivinicultura, olivo, pesca) y de la naciente cadena del litio y energías renovables. Lo que para el consumidor urbano luce como una tregua transitoria de precios, para el productor es margen destruido, zafras que no cierran y proyectos que se frenan. Y cuando se frena la inversión real, el alivio cambiario dura lo que un suspiro.
Seamos claros: que el Tesoro de EE. UU. haya intervenido comprando pesos y activado un swap no es un “Plan Marshall” productivo; es un dispositivo financiero de estabilización coyuntural con objetivos tácticos—entre ellos, disciplinar expectativas electorales y, según sus propios dichos, “evitar otro Estado fallido” en la región. La estabilización dura lo que dure la caja y la voluntad política del que la maneja. Después, la factura vuelve: más títere del dólar que nunca, con menos palancas propias.
Por eso pesa la réplica china: no sólo marca soberanía; también recuerda que el andamiaje de inversiones—desde represas hasta parques solares y corredores logísticos—no depende de un solo “socio” y que el comercio argentino necesita complementariedad (Asia compra alimentos y minerales; Argentina requiere tecnología y financiamiento) antes que una alineación que nos deje sin compradores ni obra pública.
La pregunta entonces no es si conviene “Washington o Beijing”. Es si Argentina decide su matriz productiva y su política cambiaria con un criterio de desarrollo propio, o si terceriza ambas palancas en la puja de las potencias. Porque una “sucursal del Ministerio de Economía” en un boulevard de D.C. puede enfriar el dólar de hoy, pero tibia la industria de mañana. Y un portazo a China por venia ajena puede encarecer los créditos, posponer obras y desfinanciar provincias que ya cuentan con esos flujos.
El 26 de octubre no se vota “por” o “contra” un swap: se elige si hay un rumbo que prioriza valor agregado, empleo federal y autonomía de decisiones. La estabilidad no llega con un tuit del Tesoro ni con un recital; llega cuando el tipo de cambio, el crédito y la inversión se ordenan al servicio de producir más y mejor en suelo argentino. Lo demás es anestesia: calma el dolor, pero no cura la enfermedad.