Cristina Fernández de Kirchner, la figura más gravitante de la política argentina de las últimas dos décadas, enfrenta por primera vez el peso del silencio como táctica, como límite y quizá como preludio de su propio ocaso. Su candidatura testimonial en el tercer cordón del conurbano bonaerense —reducida a apenas nueve distritos— no es una jugada táctica sino una retirada estratégica. Un repliegue sin precedentes que marca el punto más bajo de un ciclo histórico que supo tener a la expresidenta en el centro del poder y del amor popular. Hoy, comprimida, acosada judicialmente, pero también socialmente estigmatizada, Cristina enfrenta su propia irrelevancia política futura.
Seamos francos: CFK es, a los ojos del 65% de la sociedad, “chorra”. Aunque los cargos judiciales que la acechan se sostienen en una estructura de lawfare evidente —una justicia cooptada por intereses geopolíticos con sede en Washington—, el sentido común social ya la condenó. Y en política, la percepción es tan letal como la verdad.
Pero el problema no es sólo moral, sino electoral. Cristina pesa, pero ya no tracciona. En un país sumido en una crisis de representación brutal, su figura se volvió lastre para el peronismo, por más que en términos históricos y simbólicos siga siendo su liderazgo más potente. La paradoja es total: la figura más amada del movimiento es, al mismo tiempo, la más tóxica para su supervivencia. El peronismo lo sabe. Cristina también.
Y mientras tanto, en el centro del ring, Axel Kicillof pelea solo. Honesto —una rareza en la fauna política argentina—, sin aparato ni blindaje judicial, pero con lucidez. Kicillof no se equivocó en su diagnóstico: hay que enfrentar a Milei frontalmente, sin rodeos ni ambigüedades. Se declaró antimileísta sin disimulo, apostando a disputar el sentido común en su núcleo más feroz. No es un salto al vacío: es la única opción que le queda a un dirigente que no quiere ceder su provincia al plan motosierra ni a los gerentes de La Libertad Avanza-PRO que ya reparten cargos en la sombra.
El gobernador sabe que enfrenta una maquinaria nacional unificada, financiada y sostenida por factores de poder que Cristina conoce demasiado bien. Lo notable es que, mientras él da la batalla con nombre y apellido, CFK se refugia en dos frases del Eternauta —»lo viejo si funciona» y «nadie se salva solo»— que más parecen epitafios que consignas de futuro. Porque lo viejo, claramente, no está funcionando. Y porque en política, a veces es mejor estar solo que mal acompañado… pero solo, no se construye futuro.
Cristina, en su laberinto, prefiere hoy evitar el centro de la escena. Ya no busca ganar: busca no perderlo todo. Intenta esquivar el juego de las emboscadas judiciales, mientras sus adversarios internos y externos afilan las dagas. En ese repliegue, entrega vastos territorios, incluso simbólicos, y deja el peso de la resistencia peronista en manos de un gobernador que camina el filo de la navaja.
Lo que viene es incierto. El peronismo enfrenta la batalla más difícil de su historia reciente. Pero algo está claro: si hay alguien que puede pararse en la cornisa y resistir con dignidad, no es Cristina, es Kicillof. No por fuerza, sino por convicción. No por carisma, sino por coherencia.
Y puede que la historia, una vez más, dé un giro inesperado. Pero para eso, primero, el peronismo deberá entender que el futuro ya no se construye desde el mito, sino desde la audacia.