En el momento más oscuro de la política argentina, donde el péndulo ideológico amenaza con quedar trabado en el extremo más reaccionario del espectro, el peronismo enfrenta una disyuntiva trágica: evolucionar hacia una nueva centralidad política con Axel Kicillof a la cabeza, o condenarse a un eterno retorno de su pasado reciente, encarnado en el ego inagotable de Cristina Fernández de Kirchner.
La irrupción de CFK con declaraciones, gestos y movimientos sutiles que insinúan una posible candidatura no sólo resulta inoportuna, sino profundamente peligrosa. Lejos de sumar, su aparición activa socava las bases de un proceso legítimo de renovación que Kicillof lidera con esfuerzo, sobriedad y una virtud política escasa en tiempos de cinismo: la honestidad.
Cristina ya no representa la potencia electoral que supo tener. Los datos son contundentes: su imagen negativa supera el 65% a nivel nacional, su gravitación se limita al tercer cordón del Conurbano bonaerense, y su figura despierta más rechazo que adhesiones incluso dentro del propio campo nacional y popular. Pero lo que debería ser una retirada digna y estratégica, se convierte en un intento desmedido de controlar desde las sombras un movimiento que necesita oxígeno, no tutelaje.
Axel Kicillof ha demostrado ser más que un gobernador eficiente. En medio del vendaval libertario, emerge como el único opositor con proyecto, con gestión, con anclaje popular y sin cuentas pendientes con la Justicia ni con la historia reciente. Su resistencia no fue testimonial: fue política, económica y simbólica. En un país arrasado por el ajuste brutal de Milei, Kicillof sostuvo el sistema educativo, el sistema de salud, la inversión pública y, sobre todo, una ética del hacer que contrasta con la obscena degradación del Estado nacional.
Pero el aparato kirchnerista, fiel a su tradición autofágica, se niega a entregarle el bastón de mariscal. El silencio atronador de Cristina cuando Axel llamó a construir desde abajo una alternativa superadora, es prueba de que la jefa no tolera no ser la arquitecta del poder. Todo indica que, en lugar de facilitar, complica. En lugar de unir, divide. En lugar de enseñar, impone. Y en lugar de acompañar, intenta protagonizar una película en la que ya no es la actriz principal.
La pregunta ya no es si Kicillof debería encabezar el frente opositor al mileísmo. La pregunta es cuánto más podrá avanzar si sigue condicionado por los caprichos de una conducción que no entiende que su tiempo ya pasó. El peronismo no puede darse el lujo de enterrar a su dirigente más prometedor por miedo a enfrentar a su pasado. Cristina fue una pieza clave en la historia contemporánea. Hoy debe convertirse en una consejera, no en un obstáculo.
El destino del peronismo no se juega en las entrevistas de C5N ni en los pasillos del Instituto Patria. Se juega en la capacidad de abrir una etapa nueva, sin sometimientos, sin verticalismos desgastados, sin fórmulas impuestas desde arriba. Se juega en la valentía de construir una alternativa plural, federal, moderna, donde Axel no sea “el delegado de Cristina”, sino el líder político que el país necesita para volver a equilibrar el sistema democrático.
Si el peronismo no lo entiende, si sigue atrapado entre la lealtad ciega y la obediencia forzada, entonces la historia no será indulgente. La derrota no será solo electoral. Será generacional. Será estructural. Y será el resultado del pecado original que más caro se paga en política: la imposibilidad de reconocer que el tiempo de unos termina, para que empiece el de otros.