En una operación silenciosa pero cargada de consecuencias, el Gobierno argentino intenta privatizar parcialmente al Banco de la Nación Argentina y abrirlo al mundo financiero a través de la cotización en la Bolsa de Nueva York. Pero el proyecto —ideado en la cúpula económica más cercana al presidente Javier Milei— chocó contra la realidad jurídica y regulatoria internacional, particularmente con la Securities and Exchange Commission (SEC), el poderoso ente regulador del mercado estadounidense.
Según reveló La Política Online, el presidente del Nación, Daniel Tillard, enfrentó una advertencia directa de la SEC que encendió todas las alarmas: el banco no está cumpliendo con los estándares de transparencia, auditoría y estructura institucional requeridos para cotizar públicamente. En respuesta, y con desesperación creciente, Tillard contrató gerentes extranjeros, provenientes de bancos multinacionales, con experiencia en compliance y reporting, para intentar maquillar la estructura del Nación y calmar las exigencias del regulador norteamericano.
¿Privatización encubierta o modernización estructural?
El oficialismo evita el término «privatización», pero el objetivo es claro: vender una parte del banco más grande del país al capital internacional. Lo justificarán como «modernización» o «integración financiera», pero lo cierto es que —de lograrlo— el Estado argentino perderá poder estratégico sobre una herramienta central para la política crediticia, la inclusión financiera y el desarrollo nacional.
El Banco Nación no es un banco más: es la entidad que sostiene a las economías regionales, a las pymes, a la industria nacional. Convertirlo en una empresa orientada a la rentabilidad privada implicaría desplazar su rol histórico de motor del desarrollo por el de caja de rentabilidad para accionistas extranjeros. Como advierten expertos en finanzas públicas, el paso por la SEC no es solo burocrático; es ideológico y estructural.
La resistencia interna y el riesgo de entregar la soberanía financiera
La operación encuentra resistencia interna, incluso dentro del propio personal técnico del Nación. Hay quienes ven esta jugada como un vaciamiento institucional disfrazado de transparencia. La incorporación de altos ejecutivos extranjeros con sueldos dolarizados se da, además, en un contexto de ajuste brutal para el resto de los trabajadores bancarios y estatales. El mensaje es claro: la élite se internacionaliza, el pueblo se precariza.
De avanzar con la cotización en Nueva York, Argentina perdería capacidad soberana de regulación sobre su principal banco público, ya que las reglas del juego pasarían a dictarlas desde Manhattan, y cualquier cambio o decisión política nacional podría enfrentar demandas o sanciones por parte de fondos buitres o accionistas internacionales.
El espejo neoliberal: ¿una segunda edición del siglo XIX?
Esta ofensiva privatizadora recuerda, con escalofriante similitud, el modelo liberal oligárquico del siglo XIX, donde los ferrocarriles, los bancos y hasta la tierra eran propiedad de intereses foráneos. En nombre del «progreso», se destruyeron entonces los pilares de una soberanía que tardó décadas en recuperarse. Hoy, con nuevos lenguajes y viejos mandatos, la historia parece repetirse: vender el presente a cambio de una ilusión de futuro.
Cotizar en Wall Street no es solo una decisión financiera. Es, ante todo, una decisión política. Convertir al Banco Nación en una sociedad anónima transnacionalizada implicaría subordinar la política monetaria, la orientación del crédito y el desarrollo local a los vaivenes del capital financiero global, ese mismo que no conoce de pobreza, ni de pymes, ni de soberanía.
Conclusión: lo que está en juego no es solo un banco
Si el Gobierno logra este cometido, no solo habrá abierto una puerta peligrosa hacia la extranjerización de un patrimonio nacional. Habrá sentado un precedente demoledor: si el Banco Nación puede ser vendido, todo puede ser vendido. El riesgo ya no es solo económico; es democrático.