No hay pacto alguno entre el ciudadano y el poder. Ni las promesas más rutilantes ni la contención más superficial –como la caída de la inflación– logran tapar el inmenso hedor que emana de la corrupción. Hoy, ese olor pestilente lo irrita tanto a propios como a extraños.
El caso Karina Milei, enredada hasta el cuello en supuestas coimas con medicamentos en la Agencia Nacional de Discapacidad, es la última evidencia de que no existe escudo para la impunidad. Grabaciones atribuidas al exfuncionario Diego Spagnuolo dibujan una trama de retornos inaceptables en una agencia destinada a proteger todes les más vulnerables.
Las encuestas, ese termómetro implacable de la opinión pública, no mienten: la imagen de Milei cae con brutal rapidez. Según Ad Hoc, casi el 60% de las menciones online sobre su figura son hoy profundamente negativas. Opina Argentina da cuenta de una caída de ocho puntos en su imagen en apenas dos meses. Y Trespuntozero confirma que, por primera vez desde que gobierna, su imagen negativa supera a la positiva.
Es aún más alarmante la fuga del segmento sub-35 —ese núcleo que lo votó masivamente—, desorientado y desencantado, en un momento crítico: apenas días antes de cruciales comicios bonaerenses. Para colmo, Axel Kicillof ya lo supera en imagen positiva en la Provincia de Buenos Aires, lo que debería servir de campanazo para entender que la legitimidad se construye con más que cuentas alegres y slogans impactantes.
Así, mientras Milei se precipita en su propia base, Argentina empieza a recordar que no se casa con nadie. Ni con discursos incendiarios, ni con celebridades mediáticas, ni con el carisma de un león libertario que hoy gira desorientado en su jaula de cristal. La ciudadanía observa, juzga, y cuando se siente traicionada, no titubea en marcharse. Y hoy, muchos lo están haciendo.