Este jueves, la Argentina amaneció en paro general. Las calles, más vacías de lo habitual, son el reflejo de una economía detenida, una sociedad golpeada y una política que ya no puede esconder lo que es: una bomba de tiempo en un mundo al borde del abismo.
La medida convocada por la CGT —aunque resistida por sectores como la UTA, que eligió no adherir mediante una maniobra visible— no es solo una huelga contra el ajuste salvaje de Javier Milei. Es un acto de defensa elemental. De los derechos laborales, del salario, de la dignidad jubilatoria, de las universidades públicas, de la salud, del trabajo registrado. Y sí: también, de la democracia como pacto mínimo de convivencia.
Mientras tanto, el vocero presidencial transmite desde altavoces en trenes consignas que rozan la distopía: “Denuncie al que pare”. Como si hacer huelga fuera un crimen. Como si pedir medicamentos fuera terrorismo. Como si denunciar el hambre de los jubilados fuera atentar contra la República. Lo único que atenta contra la República es un modelo económico que necesita represión porque no puede ofrecer justicia.
Este paro ocurre en un contexto donde la economía global también está en guerra. Estados Unidos y China dejaron de comerciar. Trump impuso aranceles del 125% a productos chinos, y Pekín respondió cortando vínculos con empresas estadounidenses. Se quebró una cadena de suministros que sostenía al mundo. Y en ese derrumbe, Argentina cayó sin paracaídas. Sin alianzas estratégicas reales, sin política industrial, sin defensa del trabajo.
Milei viaja. A Paraguay, a Estados Unidos, a cualquier lado donde pueda sacarse una foto con un “líder del mundo libre”. Pero la Argentina real no está en la foto. Está en la olla vacía de la jubilada que no puede pagar el transporte. En el joven que hace seis horas de viaje diario para un trabajo precario. En la familia que dejó de comprar leche.
En estos días, el consumo cayó por 15° mes consecutivo. Se desploma el acceso a alimentos básicos. El Banco Central vende reservas todos los días para contener un dólar que no contiene nada. Se fumaron el presupuesto universitario entero solo en sostener la brecha cambiaria. Y como si fuera poco, vuelven los rumores de devaluación en la antesala del acuerdo con el FMI, que traerá 20 mil millones… ¿para qué? ¿Para pagarles a los mismos bancos que luego fugarán los dólares?
La historia se repite, pero esta vez con menos maquillaje.
El paro de hoy es también un mensaje a la CGT. Sí, a esa central que durante años estuvo ausente, cómplice o paralizada. Que dejó pasar una reforma laboral encubierta y una caída histórica del salario sin un solo gesto. Y que recién ahora, cuando los trenes vociferan odio por parlante, recuerda que los trabajadores están para pelear.
Pero, aunque tardía, la medida es justa. Porque los derechos no se mendigan. Se conquistan. Y porque en una democracia, protestar no es un delito: es un deber.
Frente a la violencia institucional del ajuste, a la imposición ideológica que demoniza el Estado, a la sumisión geopolítica que nos entrega al poder extranjero sin condiciones ni dignidad, el paro es una línea en la arena. Un basta. Un freno.
El mundo está redefiniendo su eje de poder. China desafía a Estados Unidos, Europa se prepara para nuevos proteccionismos, y América Latina intenta sobrevivir. En ese contexto, la Argentina necesita menos dogmas y más estrategia. Menos selfies con magnates y más defensa de su industria. Menos slogans de libertad y más políticas de cuidado.
Y por sobre todo, necesita una sociedad que no se rinda. Que no calle. Que, como hoy, diga: no nos van a domesticar.