La escena es cruda y global: la moneda argentina perfora otro piso histórico mientras Estados Unidos intenta, sin éxito, amortiguar la caída con compras de pesos y líneas de liquidez. El mensaje que emite el mercado es tan simple como devastador: sin ancla creíble, no hay salvataje que alcance.
La corrida no es un rayo en cielo sereno. Se alimenta de tres fuegos simultáneos: inflación de tres dígitos que pulveriza salarios, reservas netas exhaustas y una inestabilidad política que ahora incorpora un factor inédito: la condicionalidad geopolítica. La foto de un programa local sostenido por la muleta del Tesoro norteamericano debilita, no refuerza, la confianza.
En la práctica, la “ayuda” externa compra tiempo, no solvencia. Puede suavizar puntas intradía, pero no corrige desequilibrios: atrasos tarifarios que regresan como tarifazo post-electoral, actividad en recesión y un fisco que perdió ingresos claves por decisiones improvisadas. El resultado es una desconfianza circular: sube el dólar, suben las expectativas de devaluación, se encarecen las tasas, se enfría más la economía… y vuelve a subir el dólar.
La novedad tóxica de esta semana es política: la estabilización quedó atada a la suerte electoral del oficialismo. Cuando la asistencia se condiciona a un resultado, la señal a los agentes es doblemente corrosiva: primero, porque evidencia fragilidad; segundo, porque introduce la posibilidad explícita de que, si el 26 de octubre no convalida el rumbo, el colchón se retire. Nadie arriesga capital ante un puente que puede desaparecer a mitad de cruce.
El golpe más duro no se mide en la pizarra sino en la heladera: salarios formales y jubilaciones, ya de por sí licuados, vuelven a perder contra los precios. La canasta se “dolariza” de hecho y el consumo se contrae. Para millones, la elección dejó de ser ideológica: es una reacción defensiva de ingreso. Ahí está el verdadero plebiscito que Milei no controla.
Y no se trata sólo de “psicología de mercado”. Las intervenciones vía bancos globales dejan una contracara en pesos colocados a tasas siderales. Es deuda cuasi fiscal latente que más temprano que tarde exigirá mayor ajuste o nueva emisión. Ninguna de esas sendas recomponen poder adquisitivo en el corto plazo; ambas lo deterioran.
En paralelo, la narrativa del “rescate histórico” tropieza con un país que rechaza la tutela. La diplomacia económica condicionada, lejos de sumar votos, puede exacerbar el reflejo soberanista de un electorado cansado de ajustes que siempre pagan los mismos. Si el oficialismo imaginaba épica con bandera ajena, encontró un bumerán.
A días de los comicios, los escenarios se vuelven binarios: continuidad con más ajuste y dependencia externa, o cambio de rumbo que desactive la lógica de la motosierra y priorice ingreso, producción y crédito a pymes. Pero hay un tercero, el peor: más de lo mismo con menos credibilidad. Ese es el precipicio al que empuja hoy el desplome del peso.
La conclusión es incómoda y urgente: sin un programa integral —fiscal, monetario, de ingresos y productivo— que nazca en Argentina y dialogue con la realidad social, cualquier intervención foránea es un parche caro. Los mercados lo entendieron. Los hogares lo padecen. El 26-O, los votos pondrán el veredicto.