Volvemos al principio… y quizás al final de todo. La fuga en el precio de los alimentos desnuda la mentira oficial y pone en evidencia que no existe “milagro económico”, ni tampoco “destrucción del pass-through”. Lo que sí existe es el hambre como índice, la góndola vacía como señal de alarma, y un pueblo que vuelve a ser rehén de los mismos inoperantes de siempre, que se disfrazan de libertarios para esconder las mismas recetas fracasadas.
Milei intenta sostener un relato heroico: destruir falacias, reescribir la historia económica y vender humo con el aval de los mercados. Pero mientras tanto, las familias no llegan a fin de mes, el salario se pulveriza y la inflación golpea en el plato diario de millones de argentinos. No es el “riesgo Kuka”, ni los fantasmas del pasado: es la realidad cruda de un presente gobernado por incapaces que no logran controlar ni lo más básico.
El presidente, obnubilado por su sueño de convertir a la Argentina en el “Estado 51” de los Estados Unidos, juega a la geopolítica como quien apuesta las últimas fichas en una ruleta amañada. Se ofrece como garante de la sumisión institucional absoluta a Washington, convencido de que el “apoyo de USA” resolverá la debacle interna. Pero mientras tanto, en las calles y en las cocinas de los hogares, lo que crece no es la confianza ni la inversión: lo que crece es el hambre.
La historia de la Argentina se repite en clave trágica: cantos de sirena, endeudamiento, sometimiento y la fuga eterna. Lo dijo el propio Milei: “destruyó una falacia”. Pero lo que en realidad se destruye día a día es el poder adquisitivo de la gente, la industria nacional y la esperanza de un futuro soberano. El retroceso es lamentable y el final de esta película ya lo conocemos: hambre, desolación y la entrega de la patria en bandeja de plata.
Un dato no menor es que este desmanejo financiero se da en paralelo a la sumisión internacional más explícita que se recuerde: Milei arrodillado ante Donald Trump, no ya como aliado estratégico, sino como súbdito dispuesto a entregar soberanía a cambio de respaldo político. La promesa de convertir a la Argentina en un apéndice dócil de Washington no es una metáfora: es la estrategia diplomática de un gobierno que ha resignado toda pretensión de autonomía.
En ese marco, la quema de fondos del FMI adquiere una dimensión aún más grave. No es solo la irresponsabilidad de malgastar recursos que deberían servir para estabilizar la economía, sino el gesto simbólico de un país gobernado al compás de intereses externos. Mientras Milei se regodea en escenarios internacionales exhibiendo devoción hacia Trump, en el territorio nacional los argentinos padecen inflación, deterioro social y un vaciamiento institucional que amenaza con consolidar un nuevo coloniaje económico y político.