En un país cansado de promesas incumplidas, la inflación vuelve a encender alarmas y entierra una narrativa que, por unos meses, vendió espejismos de éxito: la del ajuste “salvador”. La última escalada de precios en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires —con un 4,8% en junio, liderada por alimentos, salud y educación— demuestra que el programa de Javier Milei se ha quedado sin relato y sin resultados.
El ajuste fue real, pero el beneficio fue imaginario. La baja temporaria de la inflación —producto más del freno brutal de la economía que de una política consistente— no trajo alivio a los bolsillos argentinos, simplemente porque no había capacidad adquisitiva para disfrutarla. Los salarios, las jubilaciones y las asignaciones ya estaban devastadas. Y ahora, cuando aún no nos recuperamos, la inflación regresa con más fuerza, como una ola que nos arrasa dos veces.
Ajustar sin construir: el error estructural del mileísmo
A diferencia de lo que proponen las economías serias cuando emprenden programas de estabilización —ampliar la base de producción, proteger sectores sensibles, invertir en motores de crecimiento—, el modelo libertario apostó todo al recorte fiscal, sin fortalecer el tejido económico que pudiera sostener ese ajuste.
¿Resultado? Un país desfinanciado, empobrecido y ahora nuevamente tensionado por los precios.
El liberalismo de Milei no construyó un colchón para absorber el impacto del reordenamiento. No hubo una mejora real en la productividad, ni incentivos claros a la inversión nacional. Solo una masiva transferencia de ingresos hacia sectores concentrados. Se licuó el gasto social, pero no se expandió la producción. Se desfinanciaron provincias, pero no se generó un plan de crecimiento territorial. Se bajó la inflación por hambre, no por eficiencia.
¿Ajustar para qué?
La experiencia argentina parece demostrar que el ajuste, por sí solo, no es solución sino un callejón sin salida. Si no está acompañado por políticas activas que fortalezcan el mercado interno, desarrollen exportaciones con valor agregado y reconstruyan la demanda, solo se convierte en un castigo circular para los sectores más vulnerables.
Hoy, el modelo muestra sus límites más peligrosos:
- La recesión se profundiza.
- El desempleo asoma.
- Los precios suben sin resistencia.
- El salario sigue siendo papel mojado.
- El dólar reprimido genera tensiones latentes.
Y por si fuera poco, el rebote inflacionario nos recuerda que ni siquiera la “ancla nominal” del ajuste funciona como se prometía.
Un debate impostergable: ¿cuál es el umbral de dolor de una sociedad?
El gobierno está cruzando una línea de inestabilidad social y política. Los ciudadanos hicieron un esfuerzo monumental. Se bancaron la motosierra. Cerraron los comercios. Suspendieron proyectos. Postergaron consumos. Aguantaron con estoicismo. Pero si ese sacrificio no se traduce en bienestar, en perspectiva de futuro, el contrato social se rompe.
¿De qué sirve una inflación baja si los jubilados siguen cobrando migajas, la canasta básica es inaccesible, y los jóvenes huyen del país por falta de oportunidades?
El liberalismo sin justicia económica se convierte en una trampa elitista que solo beneficia a los que ya tienen todo. La Argentina real —la del laburante, la pyme, la economía popular, el docente, el productor regional— necesita un modelo más inteligente, más humano y más productivo.
¿Fracaso anunciado?
La inflación volvió antes de que Milei pudiera capitalizar su supuesto “logro”. Lo que debía ser el símbolo de la eficacia libertaria, hoy se convierte en el espejo de su impotencia. Sin una reactivación del consumo, sin reconstrucción de la confianza, sin Estado presente que articule, el programa de gobierno pierde legitimidad cada día que pasa.
La pregunta ya no es si el ajuste era necesario. La verdadera discusión es: ¿valía la pena este tipo de ajuste? ¿Para qué y para quién?.