Moscú ha dejado caer la máscara diplomática. Ya no se habla de acuerdos, de tratados o de negociaciones bajo la mesa. Esta vez, el Kremlin va directo al hueso: el régimen de Volodímir Zelenski debe desaparecer. No reformarse. No adaptarse. Ser eliminado.
En uno de los pronunciamientos más explícitos desde el inicio de la invasión a Ucrania, altos voceros rusos y el propio presidente Vladimir Putin han manifestado sin titubeos que el conflicto no cesará mientras Kiev mantenga su estructura política actual. Según esta visión, cualquier tregua o retirada que mantenga a Zelenski en el poder sería un error estratégico comparable a haber dejado a Hitler en el poder en 1945. El paralelismo no es menor, ni casual: se está dibujando una narrativa de guerra total, moral y existencial.
Para Putin, la paz no es una mesa de diálogo. Es una rendición completa del adversario. Su propuesta: crear una «zona de amortiguamiento» que incluiría regiones clave del norte, este y sur ucraniano —como Járkov, Donetsk, Mikolaiv, Chernígov y Odesa—, lo que implica una ocupación masiva y duradera. Se trata, en términos militares, de abrir un nuevo frente que haga colapsar la ya diezmada defensa ucraniana. En lo simbólico, es el anuncio de que no hay más marcha atrás.
Mientras Occidente sigue jugando al ajedrez geopolítico entre sanciones que no asfixian, mensajes ambiguos y dudas estratégicas, Rusia avanza con precisión quirúrgica. Su maquinaria bélica, según múltiples informes, ha superado todos los objetivos de reclutamiento. Mientras Ucrania no logra reponer sus bajas, el Kremlin se rearma, acumula reservas y reorganiza su mando. Se prepara, no para resistir, sino para culminar lo que ya consideran una guerra ganada.
El dilema es brutal: la guerra, dice Moscú, terminará cuando Kiev caiga.
Ni Trump, ni Macron, ni la OTAN parecen tener una alternativa real que se interponga a este camino. Las palabras se agotan, las sanciones son cada vez más simbólicas y el «mundo entero» —ese que Trump dice representar— en realidad se ha volcado hacia el bloque ruso, cansado del doble discurso occidental. Porque lo que Occidente no entiende, o no quiere entender, es que esta no es una guerra territorial. Es una guerra de sistemas. Una guerra de relatos.
Y en ese relato, Rusia ya definió su final: no hay lugar para Zelenski. Y por si no bastara, el intento de asesinato contra Putin con drones ucranianos habría sido alimentado con información provista por la CIA y el MI6, algo que no solo tensa la cuerda hasta el límite, sino que echa por tierra cualquier posibilidad de “paz negociada” en los términos que se suelen repetir en los foros internacionales.
La conclusión es lapidaria: si la OTAN no va a movilizar millones de hombres y recursos para entrar de lleno en Ucrania —cosa que nadie quiere ni puede hacer— entonces el mensaje ruso no encuentra resistencia.
No se trata de justificar. Se trata de entender. Porque en esta guerra, lo que no se escucha… se impone.