¿En qué siglo vivimos si permitimos que los discapacitados sigan siendo olvidados?

¿En qué siglo vivimos si permitimos que los discapacitados sigan siendo olvidados?

Es inaudito. El Congreso sanciona la Ley de Emergencia en Discapacidad, el Senado rechaza el veto presidencial y declara que la protección legal de millones de argentinos con discapacidad ya no puede esperar.

Y sin embargo, el Ejecutivo dilata su aplicación. Promula la ley, pero no la reglamenta. Dice no haber definido los recursos, quejas sobre el financiamiento. Mientras tanto, familias que dependen de esas pensiones siguen sin cobro, terapeutas sin pago justo, medicación que no llega.

¿Esto es mera negligencia? ¿O algo peor? Cuando quienes gobiernan usan su poder para postergar obligaciones esenciales con excusas técnicas, con cifras y presupuestos que “no cierran”, están dejando que el sufrimiento se multiplique: es violencia institucional, es abandono sancionado por decreto.

La salud mental de abandonar a los vulnerables

Quienes apoyan o justifican esta situación —directa o indirectamente— deben mirar al espejo y hacerse preguntas fundamentales: ¿qué tipo de mente puede aceptar que personas con discapacidad vivan postergadas, ignoradas, sin recursos, sin acompañamiento? ¿Qué ética respalda decir “no hay plata” cuando se gasta en otros proyectos menos urgentes, cuando se negocia deuda y se prioriza imagen?

La indignación social no es capricho: es una reacción humana ante el horror de saber que hay ciudadanos que el Estado condena al silencio, al ostracismo, porque cumplir la ley les molesta al bolsillo de alguien. Si la “libertad” prometida por ciertos sectores incluye decidir qué vulnerables merecen asistencia, entonces la libertad se convierte en espina, en látigo.

¿Qué ocurre cuando la ley existe pero no se ejecuta?

  1. El Estado se convierte en testigo cómplice del sufrimiento. Cuando se tiene la norma pero no la acción, se legitima el abandono.
  2. Se destruye la confianza pública. Las personas con discapacidad, sus familias, los prestadores, la sociedad toda pierden fe en que sus derechos básicos serán garantizados.
  3. Se crea un precedente espantoso: que la ley pueda aprobarse, que se vote, que se celebre, pero que quede en papel, en “prometer”; ese es el primer paso hacia la naturalización de la injusticia.
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La exigencia no es exageración: es urgencia

Este no es un tema partidario, es humano. No puede ser que en pleno siglo XXI estemos debatiendo si “hay plata” o “los financiamientos” cuando lo que está en juego es la dignidad de millones. Es un genocidio lento, pero genocidio al fin, de crueldad técnica, de crueldad burocrática.

Quienes mandan tienen un mandato constitucional: proteger los derechos de todos. No sólo los de quienes votaron. Y esto exige más que politización: exige humanidad. Exige que la ley no muera en los cajones del poder. Que las voces de los discapacitados no sean utilizables para campañas ni titulares, sino para justicia real.

Quienes apoyan el gobierno, quienes justifican sus omisiones: sepan que la decepción será atómica. No hay peor escarnio que saberse partícipe —aunque sea en silencio— de una traición moral.

El país que queremos no es el que deja morir silenciosamente, sino el que grita, exige y cumple. El respeto, la inclusión y la dignidad no son extras: son la medida real de una sociedad civilizada.

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