Por Jorge A. Lindon // El domingo se selló algo más que un tratado comercial: se rubricó la rendición geopolítica de Europa ante la hegemonía de Estados Unidos. El nuevo acuerdo firmado entre la Unión Europea y el gobierno estadounidense encabezado por Donald Trump, más que una alianza, parece una capitulación sin condiciones. Mientras Ursula von der Leyen hablaba de “previsibilidad” y “estabilidad para los mercados”, el mundo observaba la escena como una reedición moderna de Yalta: Europa otra vez, en manos ajenas.
El gas como grillete, no como energía
Uno de los puntos más polémicos del pacto es la obligación de Europa de adquirir 750.000 millones de dólares en gas natural licuado (LNG) estadounidense en solo tres años. Esta cláusula, lejos de representar una opción estratégica, instaura una nueva forma de dependencia energética, ahora subordinada a Washington. El bloque europeo, que había prometido reducir su dependencia del gas ruso, termina sometido a otra potencia, firmando su propia vulnerabilidad estructural. La vieja dependencia se muda de proveedor, no se disuelve.
Aranceles “moderados” y competencia asimétrica
El acuerdo establece un arancel del 15% para la mayoría de los productos, incluidos los automóviles. Aunque esto se vendió como una victoria frente a la amenaza trumpista del 30%, en los hechos significa un incremento que golpeará de lleno a sectores clave de la economía europea, en especial la industria automotriz alemana y francesa. Para las empresas europeas no es una oportunidad, es un entorno más competitivo en el que no jugarán de igual a igual.
Mientras Trump celebra haber reducido el déficit comercial de EE.UU., Europa absorbe el costo político y económico. ¿Qué gana realmente la Unión Europea? Ciertamente, no soberanía.
Compra militar: el otro silencio incómodo
Más alarmante aún es el compromiso europeo de adquirir equipamiento militar estadounidense por una cifra aún no revelada, que muchos estiman superior a los 250.000 millones de dólares. Sin licitación internacional, sin competencia de proveedores alternativos y, sobre todo, sin debate público. La sumisión no es solo energética: también es armamentística. Europa se rearma, pero no se fortalece: se endeuda, se ata, se entrega.
Trump dicta, Europa ejecuta
Desde Washington, Donald Trump no disimuló su júbilo. Declaró que “es el mejor acuerdo que hemos firmado en décadas” y aseguró que “Europa entiende ahora quién manda”. La frase no fue casual. No se trata de comercio. Se trata de poder. De una Europa sin margen de maniobra, obligada a financiar proyectos estadounidenses por más de 600.000 millones de dólares, sin reciprocidad ni contrapeso. Una transferencia masiva de capital, tecnología y autonomía.
Von der Leyen, por su parte, perdió más que una negociación: perdió credibilidad, perdió poder y, posiblemente, perdió el rumbo estratégico de toda una generación de liderazgo europeo.
El nuevo orden: EE.UU. como imperio energético y militar
El acuerdo consagra el nuevo orden global: Estados Unidos se reposiciona como centro del comercio energético y proveedor forzoso de defensa, mientras Europa se transforma en un cliente cautivo. La narrativa del “pacto de estabilidad” es apenas un disfraz del sometimiento voluntario. En nombre de la previsibilidad económica, la Unión Europea cedió su autonomía geopolítica.
Y en este contexto, los mercados celebran… pero la historia no.
¿Qué sigue para Europa?
Más allá del alivio temporal para ciertos sectores, las consecuencias de este pacto son estructurales. La integración regional se vuelve irrelevante si los grandes acuerdos se firman bajo presión externa. La soberanía energética y la capacidad industrial quedan hipotecadas. Y, peor aún, se consolida una relación colonial maquillada de diplomacia moderna.
La “vieja Europa”, que alguna vez soñó con una autonomía estratégica, con una moneda fuerte y con una voz propia en el concierto global, hoy se sienta a la mesa de los poderosos como un actor de reparto, obligado a comprar, invertir y callar.