“Firmaron en inglés, hipotecaron en pesos: el acuerdo Milei–Trump que entrega industria, datos y soberanía”

“Firmaron en inglés, hipotecaron en pesos: el acuerdo Milei–Trump que entrega industria, datos y soberanía”

Cuando un gobierno firma algo que afecta a la carne, a los medicamentos, a los autos, a la maquinaria agrícola, al acero, al aluminio, a la soja y al uranio, y la ciudadanía se entera por un tuit, el problema ya no es solo económico: es democrático. Eso es exactamente lo que está pasando con el acuerdo comercial y regulatorio que el gobierno de Milei selló con Estados Unidos, mientras vende el paquete como “oportunidad histórica” y “apertura al mundo”.

Julia Estrada lo puso en términos simples: no es un acuerdo equilibrado, es un contrato de subordinación, en el que la Argentina entrega certidumbre, estándares y ventajas estructurales, y recibe a cambio promesas sujetas al humor de Donald Trump y a la aritmética electoral norteamericana.

El caso de la carne es casi una metáfora del conjunto. Washington habla de ampliar un cupo a 80.000 toneladas, pero no está claro si eso pasa por el Congreso de EEUU, si es estable en el tiempo o si es una simple decisión administrativa que puede deshacerse con una firma. A cambio, Argentina acepta condicionamientos duraderos en múltiples frentes regulatorios. Un beneficio frágil a cambio de obligaciones permanentes: mala ecuación para cualquier país, catastrófica para uno que ya está de rodillas.

Más grave aún es el capítulo de normas y estándares. El acuerdo abre la puerta a que vehículos, medicamentos, dispositivos médicos y alimentos producidos bajo la regulación estadounidense ingresen a la Argentina con certificados de la FDA y otras agencias, desplazando la autoridad regulatoria local. Eso no es solo comercio: es ceder soberanía sanitaria, tecnológica y de seguridad. Argentina tiene décadas de experiencia regulando autos, fármacos y alimentos; renunciar a ese control implica aceptar que el interés de la industria norteamericana prevalezca sobre el interés público argentino.

La industria farmacéutica es un caso emblemático. Argentina construyó una capacidad propia en genéricos, innovación incremental y producción de medicamentos a precios relativamente accesibles. Extender, blindar o copiar el régimen de patentes norteamericano sin un debate serio es prácticamente invitar a la cartelización global de la salud: suba de precios, menos competencia local y mayor dependencia de unos pocos gigantes que ya dominan el mercado mundial. Estrada lo señala con claridad: no es un punto técnico, es un golpe directo a una de las pocas industrias intensivas en conocimiento donde Argentina aún juega en primera.

En lo industrial el panorama no es mejor. El acuerdo no trae garantías concretas para nuestra producción de acero y aluminio, apenas menciones condicionales sobre una posible reconsideración futura. Es decir: nada firme. En cambio, la apertura a bienes de capital, maquinaria agrícola y autos estadounidenses se hace sin red, sin política industrial, sin crédito productivo, con tipo de cambio retrasado y con una estructura de costos argentina aplastada por tarifas, tasas y presión financiera. Es casi un manual de cómo agravar la desindustrialización en un país que ya perdió miles de fábricas en la última década.

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La soja y el agro también entran en la trampa. El texto empuja a Argentina a jugar un rol estabilizador del precio internacional, lo que en la práctica limita las herramientas soberanas para favorecer a los productores locales: ni dólar diferencial, ni alivios tributarios, ni esquemas que permitan mejorar el ingreso cuando el contexto lo requiere. Se resigna margen de maniobra fiscal y cambiario para acomodarse a una arquitectura diseñada en función de las necesidades de la economía norteamericana, no de la pampeana.

El capítulo geopolítico es aún más inquietante. La cláusula sobre “trabajo forzoso” se copia, casi calcada, de las que EEUU usa para bloquear productos chinos y de otros países asiáticos. En apariencia suena a defensa de derechos humanos; en la práctica, es una herramienta para expulsar a China y Vietnam de cadenas de valor donde Argentina podría tener un rol equilibrado, y para terminar comprando –más caro– productos que hoy llegan desde Asia. Todo con el agravante de que empresas estadounidenses podrán seguir negociando con esos mismos países por fuera de este acuerdo. Nos atamos las manos solos mientras otros juegan libremente el tablero global.

La cuestión del uranio expone el corazón estratégico del problema. El mundo se encamina a una expansión de la energía nuclear como fuente limpia y de base, y la demanda de uranio crecerá de manera sostenida hasta 2050. Argentina tiene know-how nuclear, capacidades en reactores y una historia de desarrollo científico envidiable. En lugar de discutir cómo usar el uranio para fortalecer nuestra soberanía energética, el gobierno se dispone a tratarlo como una simple commodity exportable bajo reglas ajenas. Es entregar un eslabón crítico de la cadena de valor futura a cambio de migajas financieras en el corto plazo.

Y todo esto se hace bypasseando al Congreso, a la Constitución y a la ciudadanía. El artículo 75 de la Constitución es clarísimo: el Parlamento debe legislar en materia aduanera, regular el comercio exterior y aprobar tratados con otras naciones. Sin embargo, lo único que se vio hasta ahora fue un comunicado ambiguo, una versión recortada de lo que publicó la Casa Blanca y un hilo en redes sociales. Ni Cancillería, ni el área de Comercio, ni el oficialismo han brindado información completa, mucho menos un plan de evaluación de impacto productivo. Estrada lo resume sin eufemismos: no es solo un mal acuerdo, es también un atajo institucional peligroso.

No se trata de negar la relación con EEUU ni de abrazar dogmatismos vacíos. El problema no es con quién se negocia, sino cómo y para qué. Un país puede firmar acuerdos inteligentes si sabe qué sectores quiere proteger, qué cadenas de valor quiere potenciar y qué márgenes de soberanía no está dispuesto a ceder. Nada de eso aparece hoy sobre la mesa. Lo que hay es urgencia por dólares, desesperación por sostener un experimento económico inviable y una peligrosa disposición a entregar herramientas estratégicas a cambio de aire electoral.

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Mientras tanto, la narrativa oficial seguirá hablando de “libertad”, “apertura” y “oportunidades históricas”. La realidad, si este acuerdo se consolida tal como está, será otra: menos industria nacional, menos ciencia propia, menos margen regulatorio, más dependencia de decisiones ajenas y más vulnerabilidad de nuestra clase trabajadora y productiva.

La discusión recién empieza. Si el Congreso no asume su rol, si la sociedad no exige transparencia y debate, el costo de este pacto lo pagarán, como siempre, los de abajo: quienes producen, quienes trabajan, quienes viven de un salario o de una pyme y verán, una vez más, cómo se negocia su futuro en mesas a las que nunca fueron invitados.

¿Desde que asumió Javier Milei, ¿tu situación económica personal?

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