Por Jorge A. Lindon // En la superficie, parecen dos escenarios distintos. En el plano nacional, una camada de gobernadores alzan la voz frente al rigor fiscal del gobierno libertario, exigiendo lo que alguna vez ayudaron a desordenar. En la provincia de Jujuy, en cambio, reina un silencio espeso y cómplice entre los intendentes, incluso cuando la daga de la Nación también se entierra en sus gargantas. Pero en el fondo, lo que ocurre en ambos casos es el mismo drama de siempre: la tragicomedia del centralismo político, fiscal y simbólico que carcome a la Argentina desde sus raíces.
Hoy los gobernadores gritan. Piden lo que no tienen, claman por la coparticipación que se les retrae, denuncian ajustes que durante años sostuvieron con silencios o aplausos. Descubren tarde que la lógica unitaria no tiene amigos, solo víctimas por turno. El espanto los une, aunque no los transforma. Porque siguen sin entender que el problema no es solo Milei ni su motosierra: es la matriz perversa que convierte a Nación en tutor y a las provincias en mendigos crónicos. Un modelo donde la autonomía es un slogan, la eficiencia una utopía, y la creatividad fiscal está prohibida por default.
En Jujuy, la situación es más desoladora. Allí los intendentes ni siquiera chillan. Su lugar institucional es el de meras oficinas administrativas del gobernador en turno, sin ley de coparticipación que garantice autonomía, sin voz propia ni margen para imaginar otra realidad. Y así, el reclamo del gobernador hacia la Nación pierde legitimidad: ¿cómo exigir descentralización cuando se niega a aplicarla en casa? ¿Con qué cara puede criticar la arbitrariedad del poder nacional si ejerce una igual —o peor— a escala provincial?
La traición, sin embargo, no es solo del poder ejecutivo. Los jefes comunales son cómplices por omisión. Traicionan a sus comunidades al no reclamar lo que les corresponde: su voz, su presupuesto, su poder de decisión. Son rehenes resignados de una lógica feudal. Prefieren conservar el favor del patrón antes que plantar bandera y recuperar la dignidad institucional de sus municipios. Y la ciudadanía, atónita, apenas puede distinguir entre víctima y verdugo.
En este marco, el malestar nacional encuentra todavía un amortiguador: la esperanza de otro país posible. Una mayoría de la sociedad —consciente o intuitivamente— aún tolera el ajuste, no por masoquismo, sino porque cree que “volver atrás” sería peor. La validación electoral, aun con matices, otorgará respaldo al gobierno nacional. Pero ese respaldo tiene fecha de vencimiento si no se transforma en un proyecto real de desarrollo. El modelo actual no alcanza. No enamora. No da futuro.
La audacia no vendrá del AMBA. La creatividad no bajará del Congreso. La energía del cambio —si llega— surgirá desde abajo, desde los márgenes. Desde los pueblos que entiendan que desmontar el Estado no significa dinamitar derechos, sino desarmar burocracias inútiles para construir autonomía, producción y arraigo. Lo que viene no es una rebelión partidaria, sino una migración cultural: el éxodo de las periferias hacia nuevos centros productivos, como el litio en la puna o el gas en Vaca Muerta. La economía se moverá según donde haya oportunidades reales. Y allí se moverán los argentinos, con sus dólares, sus sueños o sus mochilas rotas.
Como en 2001, Ezeiza volverá a ser una salida para muchos jóvenes. Pero otros buscarán alternativas en las altas montañas o en los bordes olvidados del mapa. Y no será por ideología, sino por necesidad. Por ahora, en Jujuy, el gobierno intenta responder con un movimiento tardío: ordenó a las áreas productivas invitar a los sectores a diseñar planes de productividad. Un espasmo. Un acto reflejo. Un gesto que llega con la daga ya clavada y oxidada. Pero quizás, si la sociedad despierta, ese espasmo pueda ser el inicio de una rebelión positiva.
Una rebelión de los intendentes contra la asfixia provincial. De las provincias contra el centralismo nacional. Y del pueblo contra un sistema que lo condena a la dependencia y el desencanto. Para que la Argentina posible no sea solo una consigna, sino un proyecto hecho desde el polvo, el coraje y la imaginación.