Carlos Sadir gobierna con el respaldo de una elección provincial que lo consagró, pero camina sobre una delgada capa de hielo. Su fortaleza institucional contrasta con una debilidad territorial que ya se insinúa en el mapa político jujeño: los municipios, antes bastiones seguros del oficialismo, fueron asaltados por concejales de La Libertad Avanza (LLA), una fuerza que, aunque en franca pérdida de adhesión desde el 52% presidencial de 2023, logró capitalizar el vacío en las urnas. Este domingo, apenas con el 12% del padrón, le alcanzó para coronar nuevos escaños. Y eso dice más del sistema que del mérito.
El peronismo, otrora contrapeso natural del poder provincial, yace en estado terminal. Deformado por internas eternas y liderado por figuras de museo, no ofrece presente ni futuro. Intenta reorganizarse sobre un cadáver que se niega a reconocer su defunción. No hay estrategia, no hay renovación, solo una pulsión agónica por sostener espacios de poder residuales, en un mar de indiferencia popular. Ha muerto. Y nadie lo llora.
La izquierda, persistente y coherente, sobrevive, pero no prospera. Su cerrazón táctica, su imposibilidad de construir una alternativa amplia, le volvió a disparar a los pies. La fragmentación y el dogma la mantendrán en su rol de denuncia, pero no en el de transformación.
El gobierno, mientras tanto, no asume ninguna autocrítica. Las derrotas en municipios, la pérdida de interlocutores territoriales, la desafección creciente de su base electoral no generan reflexión, ni cambio de rumbo. Sadir no tiene reelección posible sin reinvención, pero el conservadurismo moralista que heredó de Morales no se lo permitirá. La verticalidad autoritaria y la falta de renovación interna anticipan un ocaso sin gloria.
Se avecinan las elecciones de diputados nacionales en octubre, y la magnitud del rechazo ciudadano se vuelve alarmante: 214.000 personas no fueron a votar, 22.000 eligieron el voto en blanco, y más de 106.000 electores quedaron sin representación por un sistema que exige un antidemocrático 5% como piso para acceder a una banca. Es un sistema electoral diseñado para excluir, para consagrar minorías organizadas y castigar mayorías dispersas. Un sistema que no representa al pueblo, sino que lo margina, lo silencia, lo condena al rol de espectador.
La ley de coparticipación municipal, postergada durante décadas, debe ser parte de un replanteo integral. Sin recursos ni autonomía real, los municipios son rehenes del Ejecutivo provincial, convertidos en feudos de segunda clase. La provincia entera transita una encrucijada histórica. Debe mirarse al espejo y asumir que ya no hay tolerancia social para el vasallaje, el verticalismo, las colectoras engañosas, las elecciones adelantadas a conveniencia ni los pisos electorales excluyentes. El sistema político jujeño está agotado. No es democrático. Es una simulación de democracia.
El pueblo ya no gobierna con este sistema. El pueblo está al margen.
Si el gobierno provincial desea sobrevivir a este ciclo de deslegitimación, deberá abrirse a una profunda transformación institucional. No basta con ganar elecciones si el soberano se ausenta. Sin representación real, no hay gobierno que perdure. Y sin pueblo, no hay futuro.