Si en octubre de 2025 los partidos que se disputen la gobernación de Jujuy se atreven a presentar otra vez el “tren fantasma” de suplentes y figurones reciclados, el veredicto estará dictado antes de que se abran las urnas: la derrota no será de un candidato, será de la política en su conjunto. Y aquí no hay excepciones: el espacio Jujuy Crece ya está condenado a arrastrar el lastre de un desgaste propio, y el resto tampoco tiene salvación.
La política jujeña envejeció mal. Traicionó su propio contrato con la sociedad. Hoy es una casta pesada, insoportable, que hasta en su versión libertaria “anticasta” se ocupó de clonar los peores vicios: multiplicar cargos para amigos, primos, parejas y compinches. En las últimas elecciones comenzó la rebelión silenciosa: miles de jujeños les dieron la espalda, y esa tendencia seguirá, porque la gran decepción ya empezó.
El oficialismo, encerrado en su feudalismo anacrónico, se atiborra de nepotismo mientras intenta sobrevivir al repudio. El peronismo, exhausto y fracturado, es incapaz de articular la unidad que tantas veces prometió. En ambos casos, los dirigentes viven en un club exclusivo donde solo se miran el ombligo y se protegen entre sí, sin espacio para renuncias, autocrítica o renovación.
En ese páramo surge una oportunidad: la izquierda, que con tres líneas unidas y un mínimo de inteligencia política podría romper el techo histórico y ampliar un piso electoral que ya arranca en más de 50.000 votos. Una propuesta transversal, que abra las compuertas a las demandas sociales y económicas reales, podría convertirse en el único aire fresco de la contienda. Pero si no logran esa síntesis, si caen en las mismas miserias de los otros, gane quien gane, Jujuy habrá perdido.
En octubre no solo se juegan cargos: se juega la credibilidad de todo un sistema político que eligió el confort del pasado antes que el riesgo de un futuro nuevo. Y si la boleta de 2025 vuelve a ser una galería de fantasmas, la condena no vendrá de la prensa ni de las redes: vendrá del voto, ese veredicto silencioso que ningún aparato puede revertir cuando la paciencia se acaba.