La democracia herida: cuando el pueblo se silencia

La democracia herida: cuando el pueblo se silencia

La reciente elección legislativa en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires encendió una alarma que ya venía titilando en otros distritos del país. Con un 47% de ausentismo, casi la mitad del padrón decidió no ejercer el voto, en un contexto donde el sufragio continúa siendo obligatorio. Esta tendencia ya se había registrado en provincias como Jujuy (37% de ausentes), Santa Fe, San Luis, Chaco y Salta. El fenómeno es ya nacional, estructural y cada vez más profundo: los argentinos están dejando de votar. Y eso, en democracia, es una tragedia.

¿Qué nos está pasando como sociedad? ¿Cómo pretendemos seguir eligiendo un modelo de país si los canales de participación se están vaciando? ¿Es solo un problema de apatía ciudadana o es, más bien, una respuesta desesperada ante una política que se volvió espectáculo efímero y desconectado de la realidad cotidiana? La política ha hecho méritos para merecer el vacío que se le opone: partidos que solo aparecen en campaña, dirigentes que repiten slogans vacíos sin ofrecer soluciones estructurales, internas interminables, falta de programas y de visión de largo plazo.

Pero tampoco se puede ignorar la otra cara del espejo. La ciudadanía también ha renunciado, en muchos casos, a sostener la mínima responsabilidad de la vida en democracia. El voto es obligatorio por una razón fundacional: no es solo un derecho, sino un deber cívico. La creciente desobediencia electoral, sin sanción ni costo social, marca un deterioro no solo institucional sino cultural. Una democracia sin participación es una cáscara vacía que, aunque formalmente legal, deja de ser legítima.

El resultado: los que votan son los más radicalizados, los extremos ideológicos que aún encuentran motivación para disputarse el poder. Quienes no se sienten representados, se abstienen. El problema es que esa abstención no castiga al sistema, lo fortalece: porque los aparatos minoritarios y disciplinados terminan decidiendo en nombre de todos. Una democracia sin mayorías activas es el escenario perfecto para que minorías intensas impongan su agenda.

Hoy nos enfrentamos a una paradoja dolorosa: si la democracia ya no logra representar ni motivar a la mayoría, ¿sigue siendo democracia? ¿Es suficiente la legalidad de una elección si la mayoría se retira del juego? ¿Cómo se alcanzarán los consensos sociales si nadie se sienta en la mesa a discutirlos? ¿Dónde discutimos nuestro futuro si no es en las urnas, en el parlamento o en los espacios públicos? ¿Estamos condenados a delegar nuestra voluntad en burbujas polarizadas que ya no dialogan, sino que se imponen a fuerza de algoritmos, microsegmentación y furia digital?

La democracia herida se ha vuelto rehén de los extremos, de los grupos con más ruido que ideas, más marketing que proyectos. Si no la reparamos pronto, no habrá espacio para los consensos. Y sin consensos no habrá nación. Quizás llegó el momento de preguntarnos seriamente: ¿cómo queremos tomar decisiones colectivas de aquí en adelante? ¿Dónde y con quiénes? Porque si el pueblo deja de hablar, otros hablarán por él. Y no siempre serán los mejores.


¿Qué es lo que más te preocupa hoy en Jujuy?

Comentarios

Aún no hay comentarios. ¿Por qué no comienzas el debate?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *