Hay heridas que no cicatrizan con discursos ni con frases ingeniosas gritadas frente a una cámara. La juventud argentina creyó en Javier Milei como en un salvador mesiánico, un libertador que prometía romper las cadenas del sistema. Pero la realidad es más cruel: fueron encadenados a una espera eterna, condenados a vivir en casa de sus padres, sin horizonte, sin empleo digno, sin futuro.
Desde la psicología sabemos que la frustración prolongada es la madre de la angustia y la depresión. Lo que hoy atraviesan miles de jóvenes no es una mera decepción política: es un ataque directo a su identidad, a su deseo de autonomía, a su derecho a soñar. Un engaño que les robó tiempo de vida.
El propio Trump, padrino del experimento libertario, ya deslizó la verdad: el plan económico de Milei pende de alfileres. Y los bancos, al duplicar las tasas, dan la estocada final: ni siquiera quienes hacen negocio con la deuda confían en este gobierno. Si los financistas no creen, ¿cómo pedirle fe a un joven que ya lo perdió todo?
En términos clínicos, la juventud se halla atrapada en lo que Zygmunt Bauman llamaba una “sociedad líquida”: nada es sólido, todo se disuelve. Pero en esa disolución emerge la angustia, el vacío, el deseo de venganza contra quien mintió y manipuló. La mentira política es una forma de abuso psicológico, y todo abuso exige reparación.
No se trata solo de economía. Se trata de dignidad, de autoestima, de recuperar la capacidad de decidir. La psiquiatría enseña que la ira, bien canalizada, puede convertirse en motor de cambio. El enojo no debe anestesiarse, debe dirigirse hacia el verdadero responsable: el líder que prometió libertad y entregó servidumbre.
Hoy, esa venganza puede tomar forma política. La ironía es brutal: quizá el mismo peronismo que Milei demonizó como enemigo histórico sea el vehículo de la reparación. Lo que él llama “casta” es tal vez el único instrumento que la historia pone en manos de los jóvenes para ajustar cuentas con el fraude; ahora casta es Milei, ahora nos erá Milei el que la elimine, será la juventud y rodará su cabeza electoralmente.
La generación traicionada ya no debe resignarse al rol de víctima. La reacción no es un capricho, es un imperativo moral. Castigar a los mentirosos en las urnas es un acto de justicia social y psicológica.
El tiempo robado no volverá. Pero el futuro aún puede recuperarse si se rompe el hechizo. Porque si Milei encarnó la promesa libertaria que devino cárcel, entonces la salida está en obrar la venganza democrática: devolverle a la política la fuerza de la verdad y a la juventud, la esperanza de un mañana que no huela a engaño.