La guerra entre Rusia y Ucrania entra en una fase en la que el lenguaje de las armas se impone sobre la diplomacia. Mientras las pantallas del mundo se saturan con las excentricidades judiciales de Donald Trump, las ruinas de Bajmut, las trincheras en Donetsk y los cuerpos anónimos de soldados marcan el pulso de una guerra que amenaza con redefinir no solo las fronteras de Ucrania, sino toda la arquitectura geopolítica de Europa. En este contexto, dos voces autorizadas se alzan para advertir sobre la dimensión profunda del conflicto: Jacqueline Hellman Moreno, profesora de Derecho Internacional de la Universidad Complutense de Madrid, y Fernando Moragón, analista geopolítico especializado en Eurasia.
Moragón lanza una advertencia sin rodeos: «Rusia va a ir hasta el final de la guerra. Quiere la rendición incondicional de Ucrania». Para el experto, el desenlace no pasará por acuerdos intermedios ni compromisos temporales. Según su visión, Moscú busca una capitulación total que no solo ponga fin al gobierno de Zelensky —a quien deslegitima por haber excedido su mandato constitucional—, sino que además sirva como punto de quiebre definitivo para la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Esta visión radical plantea que el conflicto es solo un capítulo dentro de una disputa más amplia entre dos modelos de orden mundial: el atlántico-liberal y el euroasiático-multipolar.
Por su parte, Jacqueline Hellman Moreno sostiene que cualquier resolución del conflicto debe asentarse sobre pilares sólidos del derecho internacional. «El show de Trump no puede opacar los acuerdos que deben acordarse en Estambul», dice, en alusión a las negociaciones multilaterales que Turquía intenta encaminar desde hace meses. Hellman reclama una agenda integral que incluya la investigación de crímenes de guerra, garantías firmes de no repetición, verificación internacional del cumplimiento, un plan de desarme progresivo y, lo que más escuece en Kiev y en las cancillerías occidentales, cláusulas explícitas de restitución territorial.
Aquí surge la contradicción central: mientras una parte del pensamiento estratégico europeo aboga por fórmulas de salida basadas en el equilibrio, la parte rusa y sus analistas más duros creen que solo una derrota categórica del adversario puede garantizar la seguridad a largo plazo. En este escenario, las soluciones intermedias como los corredores humanitarios o los «altos el fuego técnicos» no pasan de ser treguas funcionales a la reagrupación de fuerzas.
Además, la postura de Moragón resuena con creciente fuerza en algunos círculos estratégicos rusos que ven en esta guerra una oportunidad irrepetible para desmantelar la hegemonía militar de la OTAN. Desde esta óptica, Ucrania no es un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar un nuevo orden internacional, donde el dólar pierda centralidad, Europa se vea obligada a redefinir su rol y las alianzas sean replanteadas desde los polos emergentes, como los BRICS+.
Sin embargo, Hellman insiste en que no puede haber paz sin justicia. Advierte que sin mecanismos robustos de verificación y sin rendición de cuentas por los crímenes cometidos —en ambos bandos—, cualquier tratado será papel mojado. Desde la óptica del derecho internacional, no se puede permitir que las fronteras se redibujen bajo la lógica del vencedor, aunque el realismo político y la fuerza de los tanques suelan imponerse a los tratados.
El conflicto, por lo tanto, se presenta como un laberinto sin salida visible. Mientras Rusia acelera su ofensiva y Occidente parece más preocupado por sus dramas internos que por la estabilidad euroasiática, Ucrania sigue pagando el precio más alto. La rendición incondicional que exige el Kremlin, y el diseño de un acuerdo integral que propone Hellman, parecen en las antípodas. Sin embargo, ambos coinciden en una verdad ineludible: el statu quo está muerto, y lo que venga después dependerá no solo de las armas, sino de la capacidad del mundo para imaginar una paz que no sea simplemente la antesala de la próxima guerra.