Por Jorge A. Lindon // Los problemas de la Argentina no son técnicos: son humanos. O más precisamente, demasiado humanos. Corrupción, improvisación, incapacidad, burocracia, egolatría, pactos de casta, amiguismo, lentitud, cinismo. Y sin embargo, cada vez que una herramienta aparece para resolver parte de esa maraña decadente, la política se atrinchera. No para proteger al pueblo. Para protegerse a sí misma.
La Inteligencia Artificial —con todos sus riesgos— no es el problema. Es la oportunidad. Lo que incomoda no es su avance, sino su capacidad de desenmascarar la ineficiencia crónica del Estado. Lo que aterra a jueces, legisladores, burócratas y consultores eternos no es el error de la IA, sino su posible acierto. ¿Y si los algoritmos realmente lograran resolver lo que la política no supo o no quiso?
Mientras el mundo discute la “ley de la IA” y la superalineación ética con modelos cada vez más potentes, en la Argentina se siguen repartiendo cargos judiciales como si fuera 1930. La política fósil, anclada en su estructura decimonónica, no debate el impacto de los modelos lingüísticos en la práctica legal, en la legislación tributaria, en la resolución de conflictos sociales o en la gestión estatal. No le interesa. Le interesa que nada cambie.
Pero ya cambió.
Hoy una IA puede redactar leyes, procesar expedientes, identificar fallas sistémicas, transparentar licitaciones, simular escenarios económicos, planificar presupuestos públicos y hasta diseñar sistemas de participación ciudadana directa. Y lo más revolucionario: puede hacerlo sin intereses partidarios ni lealtades políticas, con una frialdad que, bien alineada con valores humanos, puede ser más democrática que muchas democracias formales.
Y sin embargo, el obstáculo no es técnico: es filosófico. La IA disponible —digámoslo sin pudor— ya es casi una superinteligencia débil. Lo que le falta no es cálculo: le falta humildad. Le falta interpretación empática del tiempo histórico. Pero eso no la invalida. La invalidez es de los políticos que se creen indispensables cuando son reemplazables.
¿Puede una IA reemplazar al sistema político? No completamente. Pero puede dejar en evidencia que gran parte del aparato actual ya está vencido. Que la lentitud para sancionar una ley, para resolver una causa, para entregar un subsidio o para planificar el desarrollo es inadmisible en la era de los algoritmos. Que una herramienta que puede trabajar 24/7 con eficiencia y trazabilidad ya debería estar al servicio del pueblo. Y no lo está porque el poder teme quedar desnudo.
No se trata de reemplazar humanos por máquinas. Se trata de elevar el estándar. De asumir que el problema no es la IA: es la mediocridad estructural de una dirigencia que ya no lidera ni representa. Y de comprender que la política no debe ser una religión, sino una herramienta sujeta a revisión, crítica, y sí: también a innovación tecnológica radical.
La pregunta que la historia empieza a formular es incómoda, pero urgente:
¿seguiremos esperando que el sistema político resuelva los problemas que él mismo genera, o diseñaremos un nuevo orden donde la inteligencia (sea artificial o no) sea puesta al servicio de la dignidad colectiva?
La IA no tiene corazón, pero puede ayudarnos a recuperar el nuestro. El de una democracia honesta, eficiente, veloz y transparente. Pero para eso hace falta más que una superinteligencia. Hace falta una superhumildad que hoy no tienen ni el gobierno, ni la oposición, ni la burocracia enquistada.